La isla del malconfort

“Era necesario adaptarse a estos límites, había que vivir en diagonal...”.

Foto: Gerry Pacher

Foto: Gerry Pacher

Nos hemos preguntado siempre qué viene a ser, dadas las circunstancias (las de cada instante de nuestra gloriosa o escuálida historia), esta isla que nos contiene. Y nos hemos respondido con nuestra acostumbrada sandez o genialidad (que suelen ser lo mismo), con jirones de buenos o malos poemas.

La isla es un ser extraño.

Sin embargo los reguetoneros más lúcidos creen que no es más que un monstruo tibio al que le hemos nacido encima y del que gozamos como pulgas en la humedad del verano; los escépticos sospechan que es un montón de tierra sin sentido demostrable en medio del océano y los puristas resentidos opinan que es una blasfemia en el azul (del cielo, del mar); los impotentes, que es la llave de un golfo abierto de ancas; los cartógrafos más objetivos nos recuerdan que es apenas una excreta de roedor en el mapa y no el ombligo del Universo o el antemural del Nuevo Mundo o la joya de alguna corona; una vez nos hicieron creer que era el pedazo de mundo más fermoso, pero hemos ido aprendiendo que puede ser también un absurdo constante hasta morir de risa; en el sideral año 59, la isla –dicen- fue un “caimán barbudo” que se movía al fin tras un bostezo de cinco siglos y a la vuelta de unas décadas los paleontólogos que somos tenemos la incontestable sospecha de que montamos, hueso a hueso, el fósil de un saurio lampiño en el parque temático de la Utopía; alguien llegó a proclamar entusiasmado que esta era aquella Isla imposible, y que el inglés Moro se inspiró en ella para escribir su gran obra –pero nadie, como era de esperar, lo confirmó; la isla de los cosmopolitas es un simple accidente en la vida; la de los sueños en la diáspora es un destino circular como Ítaca o una puerta condenada para siempre; la isla como odio o como amor, o sea, como Patria, ara y no pedestal, o bien nada más que como suelo polvoriento que pisan nuestras plantas; la isla ha sido prisión de agua y de piedra, y ha sido –sin ir más lejos, en el 94– un desgranarse en balsas y un puerto para invisibles barcos mercantes que traían el hambre y la oscuridad; en ciertas noches lejanas solía ser un paraíso bajo las estrellas rumberas del trópico y en esas mismas noches era un páramo de miseria y una sala de torturas, y luego fue ilusión: “Faro de Libertad”-“Ejemplo de Rebeldía”-“Eterno Baraguá”-“Bastión Inclaudicable”; la isla, cruce de caminos y zafra de todas las cosas, y luego esto en que andamos sobreviviendo (muriendo o luchando, según la ética del lector); la isla infinita, escenario por excelencia del plan urdido por un poeta de La Habana: “el imposible al actuar sobre el posible, crea un posible actuando en la infinitud”; la ínsula que tiene otros nombres prestigiosos: Troya, fortaleza sitiada, trinchera, Socialismo o Muerte, redención o fracaso…; la misma isla actual que, según observan los expertos, purga dos bloqueos simultáneos; la Virgen que adivina en 2015 una penetración inminente, la casta militante que espera por los bárbaros; esta isla, un amoroso círculo del infierno cuyo lindero es ese horizonte que calla frente al Malecón y que espera por su Solzhenitsyn para ser contado; la isla también de los libros fervorosos y de la fe atea; Isla CDR vs. Isla Coca Cola; la isla que quizá flota como un mensaje en la botella de un Dios dipsómano e iletrado que no tiene nada que decirnos sobre nosotros mismos… o la isla íntima de cualquiera: pelota de béisbol, mujer lejana y ubicua, madre y padre, muchacha desnuda que canta en la más delicada oscuridad, barrio y escuela, amigos que fingen o no, se marchan o no, escriben o no, se emborrachan o no, y consiguen o no ser felices mientras la isla les duele o no en un costado…

Si enumero estas variaciones sobre un mismo tema, todos estos nombres nuestros, es para hablarles de otro: la isla del malconfort.

En La Caída, el obsesivo narrador-personaje de Albert Camus describe la llamada celda del malconfort: cierta mazmorra subterránea de “dimensiones ingeniosas” en que “por lo general lo dejaban a uno allí olvidado para toda la vida”. Era la Edad Media, y quien entraba a la celda comprendía enseguida que no era lo suficientemente alta como para que uno pudiera estar en pie ni lo suficientemente ancha como para permanecer acostado.

Era necesario adaptarse a estos límites, había que vivir en diagonal…”. Se sobrevivía encogido y se purgaba así una tortura lenta, de baja intensidad, sin sobresaltos ni agresión más allá de la tierna violencia de lo incómodo y lo interminable. Era el malconfort.

Cualquiera puede encontrar legítimamente que esta metáfora se adapta a cualquier otra circunstancia o sociedad o época o desasosiego interior, pero yo digo que desde hace al menos un cuarto de siglo Cuba vive en un rabioso, desembozado malconfort. Caídos los contrafuertes del “socialismo real”, sobrevino la crisis y con ella la quema diaria –fue el único combustible a mano– de las ilusiones, las esperanzas, la estupidez, la convicción o el engaño tallados a golpe de martillo y cincel en cada discurso y cada gesto del poder revolucionario durante décadas. La isla amurallada, ahora sin bastimentos y sin fe, se fue haciendo cada vez más estrecha.

Nunca hubo confort material, pero al menos la generación anterior solía –hasta arribar al filo de mi edad– extenderse, estirar las piernas y alzar la cabeza para otear el horizonte de la llamada “esperanza cierta”.

Desde los 90 a esta parte, la gente en cambio ha redoblado esfuerzos para escapar de los límites del agobiante malconfort, cuyo legado no es otro, con frecuencia, que el anquilosamiento del cuerpo y de la mente del isleño.

Si tomamos como dimensiones de lo socialmente deseable la libertad (alto) y la justicia o la equidad social (ancho), las paredes de nuestro malconfort parecen ahora –como en un cuento de Edgar Allan Poe– estarse moviendo otra vez. Pero hacia dónde.

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