La libertad de creación, la nueva Constitución y el Decreto 349

La cultura no es un reservorio exclusivo de “virtudes” que deban protegerse frente a las “antivirtudes”. Tampoco es un pasado que solo debe protegerse: se recrea continuamente.

Foto: Raúl Cañibano.

Foto: Raúl Cañibano.

Una relación problemática

El Anteproyecto constitucional propone dos contenidos a la vez: la libertad de creación artística y el respeto de esa creación a los valores de la “sociedad socialista cubana”.

La formulación contiene un cambio importante respecto al artículo 39 ch) de la vigente Ley de leyes, que establece: “es libre la creación artística siempre que su contenido no sea contrario a la Revolución. Las formas de expresión en el arte son libres”.

El Anteproyecto cambia la regulación, pero mantiene una cuestión preocupante: la creación artística supone aprobación por la moral socialista. Para empezar, no considera que la relación entre arte y moral siempre es conflictiva, y muchas veces dicotómica.

En los 1950, Aullido, de Allen Ginsberg y El amante de lady Chatterley, de D. H. Lawrence fueron sometidos a juicios por “obscenidad”. En cambio, Lolita no llegó a los tribunales. Para más de un crítico, el libro de Nabokov era el más “perverso”. En su juicio, Ginsberg declamó “versos pornográfico-fecales”, y aulló contra el establishment comprometido con la guerra de Viet Nam. El fallo, no obstante, fue favorable al libro, que invocó sus valores artísticos y la defensa de la libertad de expresión.

En la primera mitad del XX, un marxista cubano decía que el blues y el jazz “han rodado por el mundo de manera indigna, arrastrándose por todos los antros, pasando de mano en mano, alcoholizados y prostituidos, vendiendo su alma y su cuerpo por dinero”. Pérez Prado y Benny Moré fueron considerados “vulgares”. La moral “dominante” los criticaba, aunque ciertamente ninguna ley los prohibió. Para su suerte —y de nuestra cultura—, Arsenio Rodríguez no tuvo que privarse de darle su buena yuca a Catalina.

En los 1990, la timba también fue considerada vulgar. Hoy José Luis Cortés ha agradecido a los “muchachos del reguetón” porque, “comparados con ellos, [él] es Shakespeare”. El Tosco recibió el Premio Nacional de Música, pero se cumplió la profecía de Gente de Zona: “ustedes que decían que al reguetón le quedaba poco, ustedes están mal, ustedes están locos”.

En materia de arte y moral, se cumple el dicho: no escupas para arriba.

La relación entre el Derecho y la moral no es menos problemática. No existe una moral social. La moral socialista cubana incluye hoy versiones contradictorias sobre el artículo 68 del Anteproyecto. Una zona de socialistas combate la moralidad del matrimonio entre personas del mismo sexo, mientras otra lo defiende como igualdad de derechos.

La moral y el Derecho no son lo mismo. La moral tiene una insoslayable dimensión individual. Que sea un ámbito “interior” no reduce su importancia: es clave en lo que somos. El Derecho se ocupa de las implicaciones de los comportamientos. La moral no impone otras obligaciones que las generadas por su aceptación. El Derecho es obligatorio.

Pongo un ejemplo sobre su diferencia. Respecto al sexo, la “posición del misionero” ha sido considerada sexista, porque afirma la moralidad del sometimiento femenino. Sin embargo, el Estado no puede regular las posiciones aceptables en la cama, como sí puede legislar sobre la violación dentro del matrimonio y sobre las condiciones del trabajo sexual.

Aún reconociendo la diferencia, están conectados: la lucha por incorporar criterios razonables de moralidad en el Derecho, y la crítica al Derecho existente desde criterios morales, generó una potente reflexión crítica de signo progresista a partir del siglo XX.

En ese sentido, la Constitución boliviana, reconocida como uno de los referentes del Anteproyecto cubano, proclama que los valores a defender son los propios de la Constitución, no los de la “sociedad”. También asigna valores al Estado. Se trata de un tipo de valores universales, no imponibles a una parte de la sociedad sobre otra. Conmina a su ejercicio y los hace exigibles por parte del Estado.

El Anteproyecto confunde estos temas y acoge una versión conservadora de la relación entre moral y Derecho.

El 349

El Decreto 349 se ha aprobado en medio del debate constitucional, sin esperar a la aprobación de la nueva Carta Magna. No es un asunto menor.  Se ha anunciado de modo oficial que se le añadirán normas complementarias. Aquí me limito al texto del Decreto, porque al momento de terminar este artículo no se han hecho públicas sus posibles adiciones y modificaciones.

En años recientes, periodistas han demandado una ley de prensa. En su lugar, fue aprobada una Política de Comunicación. Los cineastas demandaron una ley de cine que no fue aprobada, pero algunos de sus contenidos pasaron a formar parte de una nueva política hacia el sector. Ni el cuentapropismo ni las cooperativas han sido regulados por ley.

Así, se constata la preferencia por “políticas” —potestad de los decisores— antes que por leyes —con intención de transparencia y regularidad hacia todos. Tal preferencia no dignifica el papel de la ley y del Derecho, zonas esenciales del ecosistema constitucional.

Optar por un decreto sobre un tema alegadamente parcial —“la circulación del arte”— en lugar de una ley general en materia de cultura, hace parte del problema.

El Decreto 349, como es de desear, combate discriminaciones e invasiones del espacio público contra quienes “difundan música o realicen presentaciones artísticas en las que se genere violencia con lenguaje sexista, vulgar, discriminatorio y obsceno”. También busca proteger el ejercicio comercial de los artistas frente a los que se califican de “intrusos”.

Al mismo tiempo, contiene cuestiones problemáticas, ya ácidamente debatidas.

El Decreto otorga al funcionariado gran poder de definición sobre “lo correcto”: al papel de los inspectores que regula el Decreto se suma que solo concede como instancia administrativa de apelación al propio Ministerio de Cultura (art. 10.2), el mismo órgano institucional que ha tomado la medida apelada.

Los defensores del Decreto 349 afirman que solo regula el ámbito de la circulación de los productos culturales, y que no afecta la creación artística. En el análisis de Marx, partir del mercado —en lugar de la producción— es una forma de “mistificar la realidad”. Pensar que se puede “producir” arte, como algo separado de su “circulación”, es imaginar que la caña se convierte en azúcar por obra de la “inspiración”.

Es conflictivo el concepto de cultura que el 349 maneja. La cultura no es un reservorio exclusivo de “virtudes” que deban protegerse frente a las “antivirtudes”. Desde los 1930, Gramsci y Mariátegui elaboraron nociones complejas sobre la cultura popular, identificando en ella aspectos tanto progresivos como retardatarios.

Proteger un solo perfil de la cultura —un carácter fijo de ella, sea con intenciones “buenas” u “horribles”—  tiene a menudo bases clasistas y racializadas, junto a su enorme carga de subjetividades. En ello, ha hecho parte históricamente de políticas contrarias a la pluralidad cultural, que a su vez limitaron la diversidad social y política.

La cultura cubana no surgió en una escuela, aunque el sistema escolar le sea muy importante. Surgió en el barracón, en la manigua, en el “presidio de cañas amargas” del latifundio y en los campos, ciudades, repartos y solares abiertos al trabajo, al comercio y a las múltiples formas de luchar por la vida, construyendo en el proceso sentidos para ella.

Es una antigua discusión. En defensa de Chano Pozo, Amado Trinidad decía en 1945 que “aunque sea vetada por los aristócratas, la conga y la rumba; los Arsenio Rodríguez crearán su “Bruca maniguá”; los Ñico Saquito, su “Compay gallo”; los Miguel Matamoros, “El que siembra su maíz””.[1]

Tampoco es un pasado que solo debe protegerse: se recrea continuamente, se impugna a sí misma y se transforma en puja con su contexto. Necesita de las instituciones, pero su importancia la hace más compleja que las necesidades de su administración.

En el Decreto, lo vulgar e inaceptable —con todos los problemas que supone definir lo “vulgar”— queda representado como un “otro” de la sociedad cubana. No se trata de renunciar a los valores ni a defender el “todo vale”. El problema es quién, cómo y para qué se definen los valores “correctos”.

Moralizar la diferencia, y traducirla a una batalla entre valores correctos e incorrectos, abre la puerta a la exclusión de la discrepancia. Con ella, ganan los “buenos”. Los “malos” —los otros— no merecen. Así, la cultura milita a favor de la desigualdad, no en su contra. Pero el reguetón no crea “marginalidad”: la representa. Esta se crea por las desigualdades y la falta de oportunidades. Combatir el reguetón no es combatir la desigualdad.

El Decreto legitima la censura por criterios “morales”. La moral es el argumento más antiguo para la censura, pero siempre cumple funciones políticas, que involucran intereses y situaciones de poder.  Por supuesto, está lejos de ser un problema exclusivamente cubano.

Robert Darnton ha explicado cómo “los Estados dieran forma a la literatura” a través de la censura. Su libro termina con un alegato sobre el presente: “especialmente ahora, cuando el Estado puede estar viendo cada movimiento que hacemos”, necesitamos defender la libertad de expresión “incluso si puede ser tachada de fe devocional”.

Tengo razones para defender esa fe también para Cuba y verla plasmada en la nueva Constitución como un derecho fundamental.

Añado que los derechos son limitables: no son prerrogativas concedidas, digamos, a Leo Brouwer o a Chocolate para modelar el mundo a su exclusiva imagen y semejanza. Eso los convertiría meramente en déspotas. Pero los derechos de ambos, como los nuestros, no pueden depender de “la moral”, como tampoco se pueden plebiscitar.

 

 

[1] Amado Trinidad: “Con permiso de ‘La Cátedra’”, en Ecos de la RHC Cadena Azul, año 5, no. 40, La Habana, abril de 1945, p. 5. La cita aparece en Chano Pozo. La vida. (1915-1948), de Rosa Marquetti, libro que, a propósito, recomiendo enfáticamente.

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