La tolerancia es necesaria, pero no suficiente

¿O puede la intransigencia ser democrática?

Ilustración: Iván Alejandro Batista Cadalso.

A la memoria de Broselianda Hernández, en su papel de Leonor Pérez

Un ejemplo muy celebrado de la intransigencia como virtud en la historia cubana es la Protesta de Baraguá, protagonizada por Antonio Maceo en 1878. Su frase “no nos entendemos” es reconocible en campañas oficiales de comunicación y en el lenguaje popular cubano.

Otra virtud política, mucho menos elogiada en Cuba, es la tolerancia. José Martí la defendió a conciencia: entendía que la “disciplina y la tolerancia” eran esenciales para el programa revolucionario democrático.1

Ambos conceptos pueden ser contradictorios. La intransigencia es un compromiso innegociable con un valor considerado superior por sus defensores. La tolerancia supone respeto y reconocimiento frente a distintos marcos de valores.

También, la intransigencia y la tolerancia pueden, e incluso necesitan, convivir. La intransigencia es un valor democrático cuando se opone a expresiones de violencia discriminatoria. La intransigencia frente a los comportamientos que reproducen injusticia social y exclusión política hace parte de la tolerancia democrática.

La tolerancia moderna

John Locke dio forma moderna al ideal de la tolerancia. Lo hizo frente al contexto de existencia del Estado confesional. Con el tiempo, el debate sobre la intolerancia religiosa aportó el marco para defender el estado laico a la vez que permitiría impugnar otras intolerancias.

Locke reconocía el derecho de toda Iglesia a despedir de su seno a cualquier persona que transgrediera repetidamente las normas y valores establecidos por ella. A la vez, proponía que la excomunión no conllevase “trato duro de palabra o de obra, que pueda dañar a la persona expulsada en su cuerpo o en sus propiedades”.

Su propuesta de separar el Estado de la Iglesia partía de la necesidad de distinguir entre dos ámbitos relacionados entre sí a la vez que diferentes: lo privado y lo público. Profesar, o no, un culto no era razón legítima, decía Locke, para perjudicar derechos que “pertenecen como hombre o como ciudadano”, que por ello “deben serle preservados inviolablemente”.

Esos valores están inscritos en la tradición republicana democrática cubana, que tiene en el estado laico y la defensa de los derechos del ciudadano dos contenidos fundamentales.

La intransigencia de Baraguá hace parte de un compromiso innegociable con los derechos: “Tendréis derechos sociales si sois gobernados por la voluntad cubana, que será la vuestra”, decía Maceo.2 La intransigencia en torno al ideal de la independencia pertenecía al lenguaje más fuerte sobre la tolerancia: el de los derechos del ciudadano.

Las identidades “predatorias”

Michael Walzer —que ha continuado ideas de Locke para el contexto contemporáneo— cree que el fundamentalismo religioso es un “ataque a la “ambigüedad”, que tiene como contracara la exigencia de “pureza” religiosa o étnica.

El fundamentalismo, en general, combate toda elaboración de sentidos que no comparta. Los unifica y etiqueta como un paquete indiferenciado, que presenta como enemigo. El uso de la llamada “ideología de género” es ejemplo de ello, como también la catalogación de “comunistas” por parte de Donald Trump referida al espectro diverso que le adversa.

El fundamentalismo se afinca en identidades que han sido llamadas “predatorias”. Cuando se asumen como mayorías en peligro —dejemos aparte si son realmente mayorías—esas identidades presentan la convivencia con el otro como una amenaza para su existencia.

Con ello, justifican la exclusión —o incluso la eliminación— de las minorías por el “riesgo” que representan para el cuerpo orgánico, homogéneo, estable, “histórico”, de la nación y de sus identidades “legítimas”. El discurso del supremacismo blanco lo ejemplifica.

Es raro ver a un fundamentalista reconocerse como tal a sí mismo. El fundamentalismo tiene merecida mala prensa como para poder permitirse a sí mismo tal declaración. Ahora, la intransigencia sectaria no es patrimonio exclusivo del fundamentalismo religioso.

El puerto cubano de “Con mis hijos no te metas”

En la política cubana nos resulta familiar ver intransigencias que defienden frases como “son tiempos de definiciones, no hay ambigüedad posible”. Visto lo visto, el problema con la ambigüedad no es su pretendida falta de definición, sino la complejidad y diversidad con que elabora significados, aquí también ajenos a cualquier pretensión de “pureza”.

La exigencia de “definición” reclama abandonar las definiciones ya existentes y libremente asumidas para dejar una sola definición como legítima. Se erige como única verdad frente a otras definiciones cuyo principal “problema” es desbordar el marco de aceptación que la imaginación sectaria pretende permitir.

Un espectro político mínimamente plural no puede existir sin  las “ambigüedades” que genera la existencia de sentidos políticos diversos y múltiples filiaciones ideológicas.

Un refrán asegura que no se puede comprar pescado y cogerle miedo a los ojos. El que quiera libertad tiene que estar dispuesto a aceptar libertad en las formas de comprenderla.

El que defienda el pluralismo tiene que aceptar su cuota normada de “ambigüedad”: el espacio que pertenece también al otro para definir y proteger desde sí mismo sus ideas y sus intereses. La necesidad de represión de la “ambigüedad” dice menos del que la “padece” como del que la encuentra en todos los demás distintos a sí mismo.

Algo diferente es la ambigüedad que transige con la intolerancia. La tolerancia es necesaria para proteger la existencia de un espectro político. Los derechos son necesarios para garantizarlo. No es ambiguo ser intransigente en la defensa de la tolerancia, los derechos y la independencia nacional que, como decía Maceo, le sirve de marco.

Tolerancia y derechos

En presencia de derechos, y de un espacio que institucionalice el pluralismo, la tolerancia parecería superflua. En otras palabras, ¿para qué necesitamos que nos toleren si ya nos tienen que aguantar?

No obstante, no es menor el aporte propio de la tolerancia: es un marco de valor para denunciar formas de humillación, para reclamar respeto y reconocimiento, para practicar la virtud de no despreciar, para valorar identidades diversas, para negarnos a rechazar ideas y comportamientos que no compartimos y a discriminar a las personas que los defienden.

La tolerancia es una pedagogía. Karl Polanyi argumentaba que el “desarrollo de la ciencia y el método científico había influido en la tolerancia de la sociedad, tanto como en su libertad”. Ambas resultan tan importantes como los propios descubrimientos de la ciencia.

Por ello, el dogmatismo es una intolerancia que se expresa como represión de la libertad de pensamiento, con consecuencias muy concretas para la política.

El dogmatismo, decía Fernando Martínez Heredia, sustituye “los exámenes, los debates y los juicios sobre las materias que considera sensibles por la atribución arbitraria y fija de denominaciones y valoraciones sobre ellas, o de lugares comunes que las dejan fuera del campo del conocimiento”. El dogmático que se dice tolerante no entiende nada, ni la risa que provoca.

La tolerancia no es una virtud aislada del contexto en que cobra sentidos concretos. Herbert Marcuse cuestionaba la “tolerancia represiva” para identificar “ideas, condiciones y comportamientos políticos que no deberían tolerarse, porque evitan, cuando no destruyen, las oportunidades de conjurar una existencia sin miedo y sin miseria.”

Ante la presencia de una víctima no es suficiente la tolerancia. En su lugar, es necesaria la solidaridad. Como afirma Enrique Dussel, “A la víctima no se la tolera; se colabora con él [o ella] a dejar de ser víctima”.

La ausencia de tolerancia produce polarización política, un recurso típico de las identidades predatorias. En su propia defensa, recurren a los que reconoce como “los suyos”, impiden el pluralismo, niegan la diversidad, llaman violencia a la resistencia y claman al cielo contra la polarización que las sostiene y han contribuido decisivamente a crear.

La desigualdad social también produce polarización. La igualdad política y el acceso distribuido a recursos materiales son recursos frente a la polarización. La intransigencia frente a la desigualdad es una necesidad de la tolerancia.

Ser expulsado de un puesto de trabajo por sostener creencias personales es una intransigencia “predatoria”. Lo es acorralar policialmente a ciudadanos por expresar ideas políticas. Lo es limitar el acceso a lo social y al ejercicio de la dignidad por causas clasistas como la pobreza y la desigualdad, o por prácticas racistas y/o sexistas.

La biblia de la libertad de un pueblo

La intransigencia es más que un escudo para cometer desmanes. La tolerancia es más que el principio simplón de aceptar lo que no nos gusta. Es difícil aceptar que la intransigencia no es obsecuencia ni la tolerancia es rendición, pero hay que atreverse a decir que no lo son.

Es un aprendizaje que nos debemos en Cuba. La tolerancia es una necesidad democrática que debe ser institucionalizada con educación para la libertad, moralidad de la dignidad, garantías de derechos políticos, justicia social y acceso repartido a recursos materiales y poder de decisión.

Así la defendió José Martí: “La ausencia absoluta de intolerancia religiosa, el amor del hombre a la propiedad adquirida con el trabajo de sus manos, y la familiaridad en práctica y teoría con las leyes y procedimientos de la libertad, habituarán al cubano para reedificar su patria sobre las ruinas en que la recibirá de sus opresores”.3

Solo la intransigencia en la defensa de esos valores merece ser llamada democrática. No hay nada “ambiguo” en ello para reprochar. En cambio, sí hay la defensa de la tolerancia, la diversidad y el pluralismo que podemos celebrar.

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Notas:

1 José Martí (1991) Obras Completas, La Habana: Ciencias Sociales, t. 2, pp. 341

2 Juan Marinello (1942). Maceo: Líder y masa, La Habana: Editorial Páginas, 2da ed, , pp. 10–11

3 José Martí (1991),  Obras Completas, Ob cit, t. 1 pp. 239-240.

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