Lo imposible

mundial de futbol brasil 2014

Ahora que todos hablan de lo que ocurrió el martes en Belo Horizonte, aprovechemos para hablar de lo que ocurrió el martes en Belo Horizonte. Ese día, muy tarde ya y después de muchas cervezas grandes, un garoto moreno como Neymar y una chica alemana de ojos grises y piernas sólidas como cualquier chica de Munich o de Franckfurt se tomaron del brazo y se escabulleron del Fan Fest de Rio –donde dicen que planeó la tragedia- e hicieron el amor toda la noche por culpa del fútbol. Eso, estoy seguro, ocurrió, y a mí me parece fantástico.

Sin embargo todo el mundo se empeña solo en hablar de la victoria alemana, de la derrota brasileña, del marcador apocalíptico (7-1) de un partido en todo caso prelógico, torrencial, bíblico –como salido de una crónica de los principios del juego- que nos recordará por un buen tiempo que el fútbol es una cosa rabiosamente humana y, por eso, inescrutable.

Aún hoy –después de los penales entre argentinos y holandeses- todos continúan hablando del stress postraumático de los jugadores de la auriverde, de los pecados de Felipao y del llanto de la torcida brasileña; y hay quien dice que la gente en Brasilia y Sao Paulo no dejará a estas horas de preguntarse en un portugués tortuoso si para esto dejaron las protestas y abandonaron las calles y regresaron luego bailando una samba de paz y se pintaron las caras y se desgañitaron como locos ante las pantallas gigantes mientras los señorones de siempre se llenaban sus sempiternos bolsillos…

Hablemos de lo que pasó este martes en el estadio Mineirao. Amigos,  lo que sucedió en la primera semifinal de la Copa del Mundo 2014  es algo que suele acontecer muy de vez en cuando, pero no tan de vez en cuando como para que no nos parezca algo perfectamente natural: ocurrió lo imposible.

Claro que Brasil podía perder ante Alemania. De hecho, eso era lo que cualquier analista frío –puestos en el fiel de la balanza ambos conjuntos- habría pronosticado. Pero es obvio que el misterio en este caso radica en la desproporción, en el hiato, en el cráter inmenso que encontramos sin más en medio de la llanura de la razón y las supuestas leyes de un deporte que durante mucho más de un siglo ha ido asentándose y, a la vez, levantando su meticuloso orden de jerarquías. Y en la cima de esa escala evolutiva está (está, digo yo, porque no se prevé que el meteorito de estas semifinales extinga otra vez a los dinosaurios) la verdeamarelha. La verdad es que el fútbol desde hace ya tiempo era un juego de once contra once en el que casi siempre ganaban los brasileños. Casi siempre. La derrota podía sobrevenir. Pocos logran ser profetas en su tierra. La derrota, pero no la debacle.

Al menos puede intentarse una explicación mítica del “mineirazo”. Los dioses del fútbol abandonaron a los hombres de Brasil (la tierra prometida) por traicionar el “jogo bonito”, por faltar a la tradición, por negociar su alma en pos de la victoria. Los omnipotentes dioses ponen en marcha el viejo expediente homérico, pero trastocan un tanto las cosas. Una vez más Troya es tomada por el extranjero pero ahora gracias a un caballo mecánico. De cualquier manera hay una escaramuza anterior que parece decisiva. Aquiles, que aquí es troyano y prefiere llamarse Neymar,  es neutralizado por un actor secundario que le encaja una flecha en el talón, o sea, su rodilla a la altura de la tercera vértebra lumbar. La estratagema divina queda lista y lo imposible ocurre.

Lo imposible ocurre.

Sin apartarnos demasiado del tema solo recordaré que el segundo gol de Maradona a los ingleses era imposible hasta que el Pelusa se mandó de macanudo y lo hizo; en el instante siguiente de haberlo terminado ese gol volvió a ser imposible. Ustedes me dirán que ya entramos a hablar de arte y que el partido de los alemanes fue otra cosa: ingeniería automática o cibernética, algo muy parecido, digamos, al milagro de echar a andar un Mercedes Benz de lujo. Y yo les diré que ciertamente a mí no me pareció un partido demasiado bonito (tiendo a admirar las volutas de humo sin comprender la máquina de vapor) porque ningún ario puro o turcogermano o polacoteutón de aquellos gambeteó a seis y luego definió de taco o de rabona, sino que los muchachones se dieron a cerrar espacios y a pasarse limpiamente el balón hasta mandarlo casi sin querer, pero con inclemencia, al fondo de las redes y, cuando no, se pusieron a correr a la contra y a combinar milimétricamente hasta, una y otra vez, meter la pelota entre los tres palos del rival. Así de simple. Y uno acostumbrado como está a Picasso y a Messi, no entiende bien qué fue lo que pasó en el Mineirao. En frente, un equipo, un mito se desmoronaba ante sus hinchas, que se quedaron de pie en las gradas –como en un cine sin butacas- viendo entre lágrimas cómo se hundía un Titanic donde navegaban ellos mismos y todos sus conocidos desde la infancia y tanta gente desconocida de Recife y de Bahía y de Manaos… y de La Habana.

En principio a mí no me gustó mucho el partido porque no logro captar del todo la hermosura que hay en una eficiente línea de producción industrial y mientras la cosa progresaba el campo me iba pareciendo un galpón hermetizado donde la máquina alemana se dedicaba a agotar los noventa minutos moviendo sus émbolos y sus esteras y sus brazos –o sus piernas- mecánicos, sin sobresalto alguno, hasta producir los goles necesarios, los previamente planificados por sus diseñadores, para la victoria. Pero visto todo, insisto, es preciso admitir que ocurrió lo imposible, o sea, algo irrepetible –y por eso sonríen, tensos, los argentinos- e inexplicable que quizá sea más que cualquier cosa un pedazo de arte conceptual que se completa en las tinieblas sudorosas de una cama donde esta noche, con violenta alevosía, volverán a hacer el amor un garoto moreno como Neymar y una chica alemana de ojos grises y piernas sólidas como cualquier chica de Munich o de Franckfurt. Otra vez esta noche, luego de bailar y bailar en Fan Fest de Rio, luego de muchas cervezas grandes…, por culpa del fútbol.

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