Locos Entrañables

Hace un mes no me mandas nada… ¡No te hagas el loco conmigo, que yo soy más loca que tú!”. Temo que algo así me grite mi editora, de un momento a otro. No lo ha hecho por falta de tiempo, pese al carácter apacible de esta querida paisana, nacida en las callejuelas de Macuca y bragada en el corazón de Alamar. Pero la cordura tiene su límite, y aquí no es muy amplio que digamos…

Por algo en nuestra bendita República de la Siguaraya cada pueblo tiene su loco oficial, personajes con su leyenda particular. Todos los conocen, se meten con ellos, les huyen, cuentan su drama como un confidente enterado, o sazonan con tupes una historia clínica que nadie ha leído, sencillamente porque no existe.

Aquí hay locos de todo tipo, pero en general podemos dividirlos en dos grandes grupos: los que lo son, y los que se hacen. De los primeros se dice que están fundíos, kendy, kimbaos, que les patina el coco, se le filtra la placa, tienen los cables cruzaos, le entran canales americanos, en fin… A diferencia de estos, víctimas por lo general de algún trauma, enfermedad mental o crisis nerviosa, aquellos que filman de crazy no son más que unos descaraos, de los cuales no quiero hablar, por respeto a tanto orate ilustre. Porque nuestros locos tienen dignidad.

Por ejemplo, en mi tierra vivió una llamada Arelis, que le decían “loca” y replicaba: “pero nadie me la toca”. Su tema eran las colas, y quejarse de la falta de comida ante cualquier busto de patriota. Lo cual confirma que nadie dice cosas tan lúcidas como quienes, supuestamente, no las piensan.

Ella fue una de los ilustres orates que ha dado mi pueblo fecundo. Otros memorables locos fueron Meleno Candao, Banguela, Cucaracha, el Diablo y Meneíto. A este último le decían así, porque por un centavo o una peseta te ametrallaba con una filípica incoherente, puras ráfagas de conjugaciones verbales y palabras sin ton ni son, mientras hacía vertiginosos molinetes con su frágil cuello. Una vez le dieron un peso y pensé que se le desprendería la cabeza. Todos merodeaban el Parque Vidal, hábitat natural de una pintoresca fauna que también salía de los límites urbanos.

Por ejemplo, recuerdo en mi primera escuela al campo, recogiendo café en el Escambray, a un personaje que se llamaba Eliseo, capaz de beberse a cun cún cualquier cantidad de refrescos de botellita. A Eliseo le gustaba correr de un campamento a otro, entre carreteras y lomas, manejando un camión Mack imaginario. Era un tipo inofensivo, pero que se volvía peligroso y agresivo cuando algún gracioso le gritaba, a sus espaldas: “Eliseo… Camagüey… ¡La Chiva!”. Sabrá Dios por qué insospechada razón…

Antes cada pueblo tenía su loco emblemático, como mismo tenía su curda insigne o su pájaro oficial. Eran una suerte de institución local, que a veces se perdían un tiempo, quizás para darles un bañito y desinfectarlos. Algunos no regresaban, a otros los recogía un familiar, y otros morían. El loco auténtico es una especie en decadencia, contaminada con tanto alardoso que dice que es un loco como si fuera una virtud.

Al menos en mi pueblo solo queda Muñeco, que toca guitarra y canta en público, pero tiene el juicio suficiente para pasar cepillo luego. O como decía mi difunto abuelo: “Será muy loco, pero no come grasa de motor”.

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