Agustín y sus dos amigos

Marta Fernández, José Antonio Echeverría

Hay que escuchar a los viejos, sobre todo a los viejos que tienen ganas de contar historias. Agustín, por ejemplo. Era el esposo de la abuela de la esposa de mi tío Carlos. El caso es que, muerta su mujer, se quedó viviendo en la casa con su nieta política, o sea, mi tía política. Cuando vine a estudiar a La Habana, era un hombre muy viejo y muy aburrido. En casa de mi tío todo el mundo trabaja, así que pasaba mucho tiempo solo. Me acostumbré a darle algunas vueltas, de cuando en cuando. Y nos sentábamos en la sala a hacer cuentos. En realidad, yo me sentaba a escuchar sus cuentos, que eran extraordinarios. Buena parte de su vida laboral la dedicó a manejar un taxi. “Hasta 1960 era una máquina de alquiler —aclaraba—; que era mía; ese año la vendí y empecé a trabajar para el Estado”. Ya podrán imaginarse todas las aventuras que vivió un taxista a lo largo de 30 años. Un día me propuso que escribiera un libro con sus memorias. Le dije que sí, que lo haríamos, que esperara a que me graduara de periodismo. Pero se murió antes. De todas sus historias hay una que parece muy improbable, teniendo en cuenta la biografía de sus protagonistas. Pero Agustín juraba que era cierta. Decía que él tuvo dos grandes amigos de juventud: Marta Fernández y José Antonio Echeverría.

El que no sepa historia de Cuba no se asombrará. Pero el que sepa un poco tendrá que extrañarse. José Antonio Echeverría era el presidente de la Federación de Estudiantes Universitaria, férreo opositor del dictador Fulgencio Batista, mártir de la Revolución. Marta Fernández era Primera Dama de la República, fue la segunda esposa del mentado Batista. ¿Cómo era posible que dos personas en tales extremos fueran sus amigos? —le preguntaba a Agustín. Sonreía malicioso: “Muy fácil, ninguno de los dos sabía que el otro era mi íntimo. A Marta la conocí de niña, vivíamos en el mismo barrio. Era una muchacha muy bonita, muy simpática. Yo pasaba frente a su casa en bicicleta y me detenía a hablar con ella. Horas pasábamos en eso. Después crecimos y cogimos rumbos diferentes. Hasta que un día me enteré que era la mujer de Batista. Y quién te dice que una tarde, cuando ya manejaba el carro, dejo a un pasajero en un club muy distinguido y cuando estoy arrancando un policía me manda a apagar el motor, pues venía un carro oficial. Y de allí se bajó Marta. Me vio y me reconoció: ¡Agustín! ¡Cuánto tiempo sin vernos! Se acercó al carro y estuvo media hora hablando conmigo, recordando los viejos tiempos. Hasta me invitó a Kuquine, su finca. Me dio su teléfono y me dijo: Llámame”.

“No la llamé, me dio pena. Además, yo no soportaba a Batista. Pero no sé cómo se las arregló para saber dónde yo vivía y un día me mandó una cesta de frutas. Y así de cuando en cuando me mandaba regalitos. Un día Manzanita (así le llamaban a José Antonio Echeverría) me vio recibiendo uno de esos regalos y me preguntó que quién me los mandaba. Le dije: la mismísima primera dama. Se echó a reír, pensó que era una broma. Y yo pensé: es mejor que crea que es una broma. Y le seguí la rima. Yo a Manzanita lo quería como un hermano. Él era muy discreto, pero llegó el momento en que yo sabía que andaba en pasos peligrosos. Una vez le dije: yo quiero estar en lo que están ustedes. Me pasó el brazo por los hombros: Mejor que no, Agustín, yo te conozco y sé que esto no es para ti. Pero si un día necesito un carro para ir a una playa, te voy a llamar. Unos días antes de que lo mataran lo vi por última vez. Yo estaba limpiando los cristales del carro y él pasó en otra máquina. Me gritó: ¡Agustín, hasta más ver! Y yo lo saludé con la mano. La otra historia tú la conoces. Me puse muy triste, recuerdo que hasta lloré. Hasta me fajé con un vecino que me dijo que Manzanita era un delincuente. Por cierto, después de ese episodio nunca volví a recibir los regalos de Marta”.

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