Carlota

Foto: elbajarequecubano.tumblr.com

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He estado oyendo hablar mucho por estos días de Carlota, la negra esclava que se alzó contra sus dueños y encabezó una titánica sublevación en el siglo XIX, y no dejo de pensar en mi amigo M., médico sobresaliente, novio de uno de mis más grandes amigos, hombre simpático y dicharachero que murió hace unos años en México, víctima de una enfermedad y de la nostalgia.

Tengo que explicarles qué tiene que ver Carlota con mi amigo. Carlota era “la muerta” de M., para decirlo de la manera popular pues desconozco muchas particularidades de las religiones de origen africano. Mi amigo tenía hecho santo y me confesó un día que, muy de cuando en cuando, Carlota “se le montaba”.

Claro, yo no sabía de qué Carlota me hablaba. Y él, al principio, tampoco. Tenía su padrino allá en Matanzas y allá se fue a investigar los orígenes de esa entidad que lo acompañaba en sueños y delirios.

Él sabía que era una negra, probablemente africana, desnuda de la cintura para arriba, con un machete en la mano.

Preguntando y preguntando llegó a las ruinas del ingenio Triunvirato, a los pies del monumento a los esclavos sublevados… Y allí la vio.

Lo que contaré ahora no me lo contó M., pues él aseguraba no recordar nada de nada. Pero una amiga que lo acompañaba ese día juró y perjuró que mi amigo se volvió como loco, que fue víctima de una conmoción que lo llevó a correr desaforado por todo el lugar. No paró hasta que llegó hasta el sitio donde estuvieron los barracones de los esclavos. Y allí se calmó, se quedó dormido sobre una piedra.

De regreso en La Habana, con la certeza de que su africana había vivido y muerto en Matanzas, M. estaba viendo un día la Mesa Redonda y se enteró de que la famosa Operación Carlota llevaba ese nombre en honor de la esclava.

—A ver, ¿por qué no me tuvo que tocar una negra normal y corriente? —ironizaba M.—; mi Carlota fue tan rebelde que terminó por ser un símbolo revolucionario.

Muy de cuando en cuando bromeábamos sobre la presencia de Carlota, pero nunca —afortunadamente, ya saben lo poco dado que soy a esos eventos “sobrenaturales”— vi a M. “montado” por la esclava.

Pues bien, un día mi amigo recibió una invitación para impartir unas conferencias en un importante centro hospitalario mexicano (ya les conté que era un médico muy reputado); y contra todas sus expectativas, le dieron la autorización en el Ministerio de Salud.

Supe que se iba para no regresar, aunque él solía negarlo. El día que nos despedimos lo abracé bien fuerte:

—Hasta nunca.

—No digas eso, que lo más seguro es que nos veamos pronto.

—Sabes que los médicos que se quedan tardan mucho en regresar.

—Y si no me quedo. Carlota no quiere que me quede. Dijo que yo tenía que venir a morir a mi tierra.

No regresó nunca más. Cada vez que chateábamos me decía que a lo mejor un día, que quizás cambiaran las leyes, que tenía ganas de ir al ballet todos juntos, como en los viejos tiempos… Pero murió y nunca más volví a abrazarlo.

Ahora veo por la televisión el monumento a Carlota y no puedo evitar los ramalazos de la añoranza…

 

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