Cartas son cartas

Foto: El taller de Nelumbonita

Foto: El taller de Nelumbonita

Yo no recuerdo la última vez que recibí una carta. Una carta tradicional: papel escrito dentro de un sobre sellado y timbrado, con las direcciones fuera. Bueno, de cuando en cuando me llega alguna que otra a las redacciones de los medios de comunicación donde trabajo. Pero son cartas más bien impersonales y frías, lectores que sugieren tal cosa, se quejan de esta otra o te felicitan por una tercera. Cartas, lo que se dice cartas, escritas especialmente para mí por amigos, familiares y conocidos, hace mucho tiempo que no recibo. Todo llega por el correo electrónico, que es más rápido y más seguro.

Si hace siglos que no recibo una carta convencional, supondrán que hace mucho más que no recibo una carta de amor. Hace muchos años, cuando yo era estudiante de preuniversitario, tenía una enamorada que me escribía apasionadas misivas, que me llegaban a mi casa una semana sí y otra también. A veces llegaban hasta dos juntas. Yo, halagadísimo, quería responderlas, pero no sabía  a dónde, porque la muchacha nunca escribió su nombre ni su dirección. Siempre decía lo mismo: “si nuestro amor tiene sentido, sabrás quién soy sin necesidad de preguntar nada”. Obviamente, nuestro amor no tenía sentido, porque nunca me di cuenta de quién era.

Yo también escribí durante algún tiempo muy sentidas cartas de amor. Se las escribí a Yisel, mi primera y única novia de adolescencia. Lo singular es que Yisel nunca leyó mis cartas, porque yo las escribía y casi de inmediato las rompía, presa del miedo al ridículo. Mis cartas estaban inspiradas en las que escribió en su momento el poeta Vladimir Maiakovski, publicadas en un libro de crónicas de viaje que yo leía y releía desde mi infancia. Como Maiakovski, en una ocasión me despedí muy enfáticamente: te beso, te beso, te beso, te beso, te beso, te beso, te beso, te beso, te beso, te beso, te beso, te beso, te beso, te beso, te beso, te beso, te beso, te beso, te beso, te beso y te vuelvo a besar…

Si me pongo a contar, besé más a Yisel en esa carta nunca enviada que en todas las veces que tuvimos cierta intimidad en nuestro fugaz romance. ¿Le hubiera gustado recibir aquellas carticas? Ya no lo sabré. Lamento mucho no haber guardado ni una sola, serían un testimonio inestimable del adolescente que fui.

Yo no recuerdo la última vez que escribí una carta. Ni siquiera recuerdo a quién se la escribí. Ahora solo envío mensajes por email, ahora chateo o hablo por teléfono con los amigos que están lejos.

Fui al correo y le pregunté a una amiga mía que ahí trabaja si la gente manda y recibe muchas cartas. Mucho menos que antes —me contestó—; y sobre todo la gente mayor. Es una hermosa tradición que se está perdiendo. Somos testigos de un auténtico cambio de época. Cuando yo sea anciano podré contarle a mis nietos (si es que los tengo) que alguna vez, hace muchos años, yo recibía cartas de papel. Quizás los niños no entiendan nada. Ojalá que entiendan.

Salir de la versión móvil