Festival de las flores

Mañana tras mañana, lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, sábado y domingo, me despierta el pregón estentóreo del vendedor de flores. “¡Flooooooooorees! ¡Floreeeeero!” Siempre a las siete de la mañana, a nuestro hombre le gusta madrugar.

Un día que yo también tuve que levantarme temprano me lo encontré vendiendo gladiolos y girasoles en la esquina de mi casa.

—Amigo, ¿por qué a esta hora? ¿No pudiera venir más tarde?

—La mejor hora para las flores es antes de que salga el sol —me respondió afable.

—¿Y no descansa por lo menos los domingos?

—Un domingo sí y un domingo no, pero ten en cuenta que no hay día fijo para la belleza.

Me hizo gracia la respuesta, lo dejé por incorregible. De cualquier forma, tan acostumbrado estoy a sus pregones que a veces ni me molestan.

Un día le compré un girasol hermoso.

—Vaya, viendo que tú eres un muchacho sensible, te lo dejo en tres pesos.

Lo puse dentro de una vieja botella de vino, verde y de cuello alargado. Era una singular nota de color en mi cocina. Me alegró el día.

A mi abuela no le gustaba que le cortaran las flores del jardín. “Son más lindas en su mata”. Pero cuando algún vecino venía a pedirle rosas, ella siempre accedía a que se las llevaran.

—¿Por qué no nos dejas arrancar las flores y se las regalas al primero que aparezca por el camino?

—Las flores son como el agua: no se niegan ni se venden.

Ese adagio no le sirve a nuestro florero, de algo hay que vivir. A menos no es tan carero como otros vendedores de por ahí. Y a veces hasta regala un gladiolo, si le compran rosas o lirios.

Otro día hablamos con más calma.

—¿Quién cultiva las flores?

—Es un negocio familiar. Mi hermano y mi cuñada tienen un jardín cerca de Guanabacoa. No es grande, pero está bien atendido. Incluso, cuando hay sequía está bien regado, porque ellos tienen buen acceso al agua. Las flores son preciosas. Una hermana mía y yo las vendemos por las mañanitas. A las diez a mí no me queda ni una.

—¿Y le alcanza para vivir? ¿O tiene que hacer otra cosa?

—A mí me alcanza perfectamente. Todos los días saco veinte o treinta pesos. El día más malo, quince pesos. Yo vivo solo, mi mujer se murió y mis hijos tienen sus vidas hechas, bien lejos; uno está en Ecuador y el otro vive en el Cotorro. No tengo muchos gastos, lo más caro para mí es arreglar la bicicleta.

—¿Y a usted le gustan las flores?

—Yo te aseguro que si no me gustaran no viviría de esto. Esto para mí es lo más grande. Ya tengo clientes fijos, gente que no puede vivir sin las flores. Las flores son las cosas más lindas de la naturaleza, te lo digo yo.

Estuve de acuerdo. Compré otro girasol. Lo puse de nuevo en la botella, sobre la meseta blanca de la cocina. Estuve diez minutos mirándolo, descubriendo la belleza de sus detalles.

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