La necesidad de la belleza

Vi este fin de semana Los dos príncipes, la puesta de Teatro de las Estaciones a partir del poema homónimo de José Martí. La vi emocionado, desde el principio hasta el final. ¡Es un espectáculo tan hermoso, tan imaginativo, tan inspirado! Ojalá que todos los niños de Cuba (y los que no son niños) pudieran verlo.

Rubén Darío Salazar, el inquieto director de la compañía, está convencido de que en los tiempos que corren nos hace falta mucha belleza. Por eso todos sus espectáculos son particularmente hermosos. Ya sé que hay una estética de lo feo, y que tiene su razón para existir… pero yo comulgo más con los muñecos que diseña Zenén Calero para las Estaciones.

Para los niños, muñecos lindos. Y no quiero decir necesariamente muñecos convencionalmente lindos, la belleza es un concepto relativo; pero insisto, no hay mejor manera de atraer al niño al teatro de títeres que la armonía de las líneas y la frescura y la poesía de las historias. Eso es lo que hace Teatro de las Estaciones allá en Matanzas y en todos los lugares donde se presenta.

Algunos me tildarán (como ya los han tildado a ellos) de esteticista. No me ofenden. Pero tiene que quedar algo claro: en las puestas de Teatro de las Estaciones no hay belleza por la belleza (y si la hubiera, ¿cuál sería el problema?): todo está puesto en función de la utilidad: el arte como cuna de valores.

Podría parecer extraño que hoy todavía se pueda entretener a un niño con cuentos de príncipes y pastores, ambientados en bucólicos parajes. Pudiera parecer más extraño todavía que a un niño le complazca una historia esencialmente triste. Pero soy testigo de que casi todos los niños que vieron la obra este fin de semana salieron encantados del teatro. Como si hubieran visitado un lugar de ensueño.

Afuera los esperaba el sol, las guaguas, el ruido de la ciudad, los celulares… pero por una hora estuvieron a la sombra del buen teatro. Pareciera que no, pero esas experiencias calan.

Yo recuerdo la primera vez que vi una función de teatro guiñol. Fue en el círculo infantil, no tendría más de cinco años. Pero me acuerdo de una princesa de bucles rubios, de un príncipe con corona dorada y de una bruja con grandes dientes de conejo. La que más me gustó fue la bruja: tenía un sombrero cónico con estrellas plateadas. Quise tener un sombrero como ese.

No paré hasta que un amigo de mi papá me hizo uno parecido, aunque quizás no tan hermoso. Me lo puse y salí al parque: los niños comenzaron por reírse de mí y terminaron por reírse conmigo. Les extrañaba tanto mi atuendo.

—¿Por qué te pones eso? —me preguntó una vecina.

—Porque es lindo.

—Ah, entonces está bien puesto. Si es lindo, perfecto; y si es barato, mejor.

Yo no sabía qué significaba barato, pero nunca olvidé esa frase. Hasta el día de hoy.

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