Obama y el futuro

Foto: Claudio Pelaez Sordo

Foto: Claudio Pelaez Sordo

Esta ciudad es hoy un lío. He tardado el doble del tiempo para llegar al trabajo. No les voy a hacer el cuento muy largo: estuve una hora esperando una máquina. Obama es un torbellino. Sentada en uno de los bancos del Parque Central, frente al Gran Teatro, una anciana dice que no se va de allí hasta que vea al Presidente de los Estados Unidos.

—Dicen que esta tarde vendrá a hablar al teatro. Yo no tengo invitación, pero a lo mejor me puedo colar.

Hay gente tan inocente que mueven a la ternura.

—Señora, mejor vaya a su casa, para que lo pueda ver por televisión.

—¿Y me pierdo la oportunidad de ver a Obama frente a frente? Esto no se da dos veces en la vida.

Me asombra ese fervor. Es como si la gente se sintiera parte de un acontecimiento histórico y pretendiera ser testigo de primera línea. En realidad, la visita de Obama no va a cambiar la vida de la mayoría de la gente. O al menos no de manera directa, inmediata, palpable.

—Pero, ¿quién sabe? —se encoje de hombros el chofer del almendrón que por fin puedo tomar en Prado y Neptuno—; quizás el tipo trae algo debajo de la manga. Yo no dudo de que antes de que se acabe el año yo me pueda comer una McDonald en La Habana.

Si “el tipo” trae algo debajo de la manga, no será la licencia para que una cadena de hamburguesas opere en Cuba. Y si operara, tampoco es que se vaya a resolver gran cosa. Hamburguesas (quizás no tan contundentes) ya se pueden comprar en muchas cafeterías de esta ciudad. Hace falta, eso sí, tener el dinero para adquirirlas.

Pero algunos le dan mucha importancia a lo simbólico, por encima incluso de lo concreto.

Una señora que viaja en el taxi no comparte el entusiasmo del chofer.

—Allá usted si cree que los americanos son tan buena gente. Ellos no hacen nada que no les convenga, que no les reporte alguna ganancia.

—Nosotros tampoco —replica el conductor.

Prefiero no participar en el debate. Les confieso: todo este asunto de la visita de Obama ya me tiene un poco abrumado.

Me bajo del taxi y debo caminar un largo trecho, porque han desviado el tránsito como medida de seguridad. En el trayecto me cruzo con muchos extranjeros., grupos completos que hacen turismo en una ciudad que ahora mismo es centro de atención de todo el mundo.

Ellos, imagino, también se sienten espectadores de un hito continental. Con los años, podrán decir: “Yo estuve en Cuba cuando fue Obama, yo fui testigo del comienzo del deshielo…” Podrán, incluso, exagerar un poquito: “Yo vi a Obama cuando salía de un restaurante de La Habana”. Podrán, quizás, sacar pretenciosas conclusiones: “Con esa visita, Cuba cambió”.

Pero yo, caminando despacito para mi trabajo, atravesando calles desiertas, disfrutando de un clima templado y sin sol… yo voy pensando: Obama se va mañana, todo regresará a la normalidad de un día tras otro día, y en ese devenir cotidiano está la clave: el futuro de Cuba no se decide frente a las cámaras de televisión, con golpes de efecto; no se decide mirando al norte o mirando al sur.

El futuro de Cuba tenemos que decidirlo aquí. La responsabilidad es absolutamente nuestra.

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