Ser alguien

Mi abuelo trabajó toda su vida en el campo. Desde que tuvo uso de razón se vio ayudando a su familia en medio del surco. Década tras década sembrando, escardando, guataqueando, abonando, cosechando los frutos de la tierra y del trabajo.

Además de agricultor, era carpintero. Todos los taburetes de la casa (sólidos taburetes, de madera y cuero de res) habían salido de sus manos. Hacía unos hermosos yunques para el arado, pulidos a conciencia y con singular vocación estética.

Si había que techar una casa, ahí estaba mi abuelo. Si había que echar un piso de cemento, ahí estaba mi abuelo. Si hacía falta instalar un servicio sanitario, él lo hacía sin problemas.

Mi abuelo era un hombre de trabajo.

No obstante, consideraba que su oficio era el más humilde de todos. Admiraba, sobre todo, a los maestros, a los médicos y a los poetas.

“Ojalá hubiera podido estudiar. Pero no pude pasar de la primaria. Tú que tienes la oportunidad, hazlo. Quiero que seas alguien en la vida”.

Un día, sentados debajo de la mata de mamey del patio, me recitó de memoria muchas de las décimas que componía un hermano suyo. Lamento que se hayan perdido, eran buenas décimas.

“Mi hermano fue un hombre enfermizo, no tenía temple para el campo. Pero tenía mucha facilidad para los versos. Si hubiera estudiado, hubiera sido alguien”.

Lo miré y le dije: “Abuelo, tú ya eres alguien. Eres bueno, respetado por todos, querido por muchos. No tienes que avergonzarte por nada. Duermes todos los días con la conciencia en paz”.

Sonrió levemente y respondió: “Eres alguien cuando te conocen, te respetan y te quieren más personas que las que tú mismo conoces, respetas y quieres. Eso solo lo consigue uno entre diez. A mí me gustaría que fueras uno entre diez, pero que fueras siempre un hombre bueno. De lo contrario, es mejor ser del montón”.

Han pasado casi treinta años y no olvido esas palabras.

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