¿Cómo le vas a poner?

El título de esta columna lo tomo prestado del guion inédito de un cortometraje de ficción de mi amigo, cineasta y escritor Víctor Fernández.
Ya sabía: “hay que nombrar las cosas” y “lo que no se nombra, no existe”. Ambas máximas las he aprendido y aprehendido del feminismo que respiro. Pero nunca antes me tuve que situar ante la interrogante titular, con la responsabilidad que lleva.
Había nombrado a mi hermana cuando apenas yo tenía 7 años. Jamás le he preguntado si está conforme con su nombre, si se siente cómoda. Luego, a mis mascotas que no pudieron objetar mis motes cariñosos, casi siempre convertido en nombre propio, como Coso, por citar a uno de los perritos más memorables de mi vida, un gran compañero de aventuras y un furibundo amante de Mozart.
Hasta ahora, como he escrito antes, mi bebé tiernamente se llama con x: Gorgojitx, Gorgui, Ñoqui, Poroticx, Aceitunitx…, según de donde venga el mote.
Ahora construyo una lista que armo y desarmo. Una no, dos listas: nombres para niñas y nombre para niños, a pesar de mi resistencia a las categorías binarias de masculino y femenino.
En algún momento, pensé que debía ponerle un sobrenombre sin marca de género y luego que la criatura decidiera el suyo, lo eligiera. Pero el propio Víctor me contó la historia de un ya adulto africano, cuya etnia patriarcal estipula que solo el padre puede nombrar a sus hijos. Por lo que, si el progenitor está lejos, se le pone un mote y el padre lo nombraría a su regreso. Este caso no fue feliz y la criatura terminó adoptando el mote. La otra alerta vino de una amiga que me dijo: “Si haces eso, nunca más lo llamaremos por su nombre, por el que elija”.
El primer nombre que pensé fue de niño. Se llamaría Neo. Es el súper héroe de The Matrix, salvador de todo lo salvable, y el nombre del protagonista de la primera película que vimos mi bebé y yo, en la tranquilidad de un hogar monoparental frente a la violencia machista –que se resiste aún– de una película dirigida por dos hermanos valientes, que luego afrontaron ser dos hermanas empoderadísimas y ejemplos de vida para personas transexuales.
Sin embargo, no quise condenarlo a la marca neonazi que podría significar en Europa, por ejemplo. Desistí, tras el aviso de otra gran amiga.
Entonces, a buscar diccionarios de nombres propios en la amplísima biblioteca digital que he construido por años y que ahora es la biblioteca de Cáñamo, plataforma Editorial Transmedial, que trato de impulsar –lennntaaa– desde La Habana.
Mi primer hallazgo fue Diccionario de nombres propios, de mi escritora francesa contemporánea favorita, Amelie Notomb. Me distraje en la relectura del texto delicioso, que comienza un poco parecido a mi vida real, aunque no tengo 19 años como Lucette, ni creí jamás en príncipes azules:
“Poco a poco, las cosas dejaron de ser tan maravillosas. Fabien y Lucette discutían mucho. Él, que tan feliz se había sentido por su embarazo, ahora le decía:
—¡Más te vale dejar de estar loca cuando nazca el niño!
—¿Me estás amenazando?
Él se marchaba dando un portazo.
Sin embargo, ella estaba segura de no estar loca. Deseaba que la vida fuera rica e intensa. ¿Acaso no había que estar loca para desear otra cosa? Deseaba que cada día, cada año, le aportara el máximo.
Ahora se daba cuenta de que Fabien no estaba a la altura. Era un chico normal. Había jugado al matrimonio y, a continuación, jugaba al hombre casado. No era un príncipe azul. Ella le irritaba. Él decía:
—Ya está, le da otro ataque.
A veces, se mostraba amable. Le acariciaba el vientre diciendo:
—Si es niño se llamará Tanguy. Si es niña, se llamará Joëlle.
Lucette pensaba que odiaba aquellos nombres…”.
Luego estudié varios diccionarios de verdad. Descubrí el significado de mis nombres, ambos hebreos, Marta María: la que reina en el hogar y la profeta, la estrella de mar, la elegida…
Decidí que el nombre de mi bebé significaría algo bueno o seguiría a alguno de mis referentes –pedestres e intelectuales–, sería corto, y nunca un nombre compuesto. Aunque el mío es eufónico y hasta me ha llegado a gustar, resultó muy apropiado para que mis padres me regañasen: “¡Marta María!”
Tenía, tengo, que nombrarlo y nombrarlo bien.
La lista crece –lennntaaa– con Mia, variante de María; Nina, de Ana “la benéfica”; Ava, variante inglesa de Eva “madre de la vida”, y Maga, personaje de Rayuela una novela que marcó mi adolescencia hasta hoy. De varón: Luca, del latín “resplandeciente como la luz”; Celso, latino “elevado, excelso”; Fausto, con el mismo origen, “feliz”; y Marcel, sobre el que sigo buscando significado.
Si quieres colaborar con este listado, pues sugiéreme aquí o en redes sociales. Tus propuestas serán bienvenidas y revisadas en diccionarios de nombres propios y otras herramientas más analógicas para nombrar y nombrar bien. Mi bebé y yo lo agradeceremos.

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