Mi mente embarazada

Foto: Facebook.

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Otra vez motivada por un lector… Rayser Bosch Veliz comentaba en su desacuerdo en ¿Seré una madre antivacunas?: “…se va viendo eso de que durante y después del embarazo disminuye el CI” (Coeficiente de inteligencia).

El ataque de Rayser a las mujeres embarazadas y madres se ampara en la Ciencia –una así con mayúscula incuestionable–, como muchos de los comentarios violentos –fundamentalmente firmados por nombres masculinos- en torno a los temas tratados en estos Martazos.

Mi agotamiento mental es más frecuente (con más problemas para lograr concentrarme en la WiFi de contén, y de memoria, que resuelvo con una agenda y todas las alarmas). Ahora, este cansancio acompaña al físico que describí en Mi cuerpo embarazado. Aunque reposo todo lo que puedo, ya aparecieron los naturales calambres en las piernas. Se me suma la más cercana hora de dar a luz y las ocupaciones mentales que esto conlleva, más la vida y el trabajo, también el voluntario.

Interrumpo mi sistematización para poder revisar y guardar limpias las compras que acaban de llegar, para decidir qué almorzaremos. En el día a día, es mi responsabilidad, pero cuando son las compras de la semana recibo “ayuda”, porque ya no puedo cargarlas, también me abandono a los cuidados alimenticios de una tercera persona, una o dos veces por semana. No dejo de ser la proveedora responsable. Respondo 3 llamadas telefónicas: 2 amorosas, de cuidados, y una de otro trabajo que nos proveerá a mi hijx y a mí, si las autoridades competentes acaban de dar los permisos.

Mi cerebro, dividido en mil pedazos y haciendo frente a todas las carencias cubanas, se ocupa ahora de pensar en el concepto de sistematizar, definido por Cordelia Fine en su libro Cuestión de sexos (los lectores interesados pueden pedirme su versión e-Books a martamar77@gmail.com): “instinto de analizar y construir sistemas”. Según la autora, un sistema es “algo que recoge entradas, que pueden operarse de diversas formas, para proporcionar diferentes salidas de acuerdo con unas normas”.

Y, aunque no existen tests que midan realmente la capacidad para sistematizar ni se pueda asegurar que un cerebro con esa gran aptitud “sea el mejor para convertirse en un científico de élite”, díganme si es posible, después de contarles mis últimos 60 minutos de vida (embarazada o no), utilizar hoy la neurociencia o los tests para medir coeficientes de inteligencia*, para seguir reforzando prejuicios y acallándonos “con toda la autoridad de la ciencia, papeles y estereotipos anticuados”.

Fine, que desde investigaciones en neurociencia y psicología desmonta varias pesquisas científicas sesgadas por la cultura patriarcal, cita a Ruth Bleier: “el cerebro ha sido con frecuencia el campo de batalla en las controversias sobre las diferencias de sexo y raza”, y sentencia que “estudiar las afirmaciones populares sobre las diferencias del cerebro masculino y femenino no es una actividad muy saludable para la presión cardiaca, ya que la audacia de las malas interpretaciones y la falta de información son sorprendentes”.

La experiencia de la autora, como la mía desde la subjetividad de estos Martazos, muestra a algunos comentaristas que se definen como personas que “rompen valientemente con los tabúes, que defienden la verdad científica por encima del silencio exigido por lo políticamente correcto”. A ellos –remacho, mayoritariamente masculinos, aunque hay algunas mujeres–, les resulta difícil entender que “los circuitos del cerebro son literalmente un producto del medio físico, social y cultural, al igual que nuestra conducta e ideas. Lo que experimentamos y hacemos crea una actividad neurológica que puede alterar el cerebro, ya sea directamente o mediante cambios en la expresión genética”.

En El culto al gen, referido por Fine, las autoras Gisela Kaplan y Lesley Rogers aseguran que “hasta la forma en que nos comportamos o pensamos puede afectar nuestro nivel hormonal”. Mientras, menciona a Anne Fausto-Sterling cuando escribe que “los componentes de nuestras luchas sociales, políticas y morales se incorporan y se integran literalmente en nuestro ser fisiológico”.

Para Fine –también para mí– cuando los investigadores, y hasta los comentaristas, como Rayser, “buscan diferencias de sexo en el cerebro o en la mente, están tratando de darle a una diana en movimiento, ya que ambos están interactuando continuamente con el contexto social”.

Y cierro mi propia lid a punto del desmayo con el juicio del conocido “erudito de género” Michael Kimmel: “la diferencia de género es el resultado de la desigualdad de género y no al revés”. Ojalá el debate de ustedes comience ahora, con la lectura del texto de Fine que demuestra científicamente “cómo nuestra mente, la sociedad y el neurosexismo crean la diferencia”, también en nuestras mentes embarazadas, en nuestras mentes de madres.

 

*Mi CI, según psicólogas que me acompañaron desde la infancia, en rango normal-alto, aunque nunca le he dado mayor importancia.

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