“Vete pa’ tu país”

Hace más de quince años el trovador Jorge García me cantaba “solo por ti será que no me vaya. Tu cuerpo tiene forma de país”. Entonces, ya nos habían invitado a abandonar la isla cuando polemizábamos sobre algo con lo que no comulgábamos, cuando protestábamos por no estar de acuerdo. Entonces, ya nos habían mandado a regresar a nuestro país, bajo la fórmula unificadora de una cubanía que nos excluía siempre.

Hace dos semanas la historia se repitió para mi bebé y para mí. En “¿Seré una madre antivacunas?” dos lectoras (asumo su género por sus nombres, me disculpo si equivoco) me invitan nuevamente a irme, solo por hacerme una pregunta, por cuestionarme una realidad que vivo, y sin leerme bien.

“Múdate para un país que no vacune. Seguro no te será difícil”, me responde Yanet. “Puedes irte a vivir a otro país”, comenta Yemly.

Eso, sin contar los enojos de comentaristas que invitan a callar, censurar… mis criterios, mis dudas.

El lunes 27 de agosto, mientras hacía valer mis derechos de ser atendida sin iatrogenias por el Programa de Atención Materno Infantil (PAMI) de mi localidad, una vecina de la zona pretendía hacerme callar mis inconformidades. Le respondí: “Señora, usted no proteste, pero déjeme a mí, por favor”. A lo que, resuelta, me soltó: “Si no te gusta, vete pa’ tu país”.

A mis doctores les da risa porque para ellos tampoco cumplo el estereotipo de cubanía, aun cuando he vivido aquí 42 años, cuando poco más de la mitad los he trabajado aquí. Yo no solo no puedo reír, y lloro.

Mientras escribo esta columna, tocan a mi puerta con insistencia. Es la segunda vez en el día que alguien llama en nombre de campañas epidemiológicas. Esta vez es el inspector municipal del primer joven del ejército movilizado en la lucha contra el dengue. Ahora llegan 4 y me tratan como criminal solo por no poder atenderlos. Soy multada con 50 pesos cubanos, por resistirme una vez.

Vicente Prades, como se identifica el inspector municipal, me habla de país, de su país –que no el mío. No hay razones que valgan para él: ni el mosquito Aedes aegypti que mataré en mi próxima consulta en el puesto médico, ni mi panza gestante, ni mis tiempos en la casa-oficina, ni la ausencia de floreros y “vasos espirituales”, ni sus intromisiones cada 2 horas, ni la fosa común que se vierte en la casa, como gran fuente de mierdas ajenas de las que tenemos que hacernos cargo individualmente, sin que autoridad alguna se movilice, ni la basura que se pudre en nuestra esquina. Nada.

Otra vez invitada a irme, a amordazarme, a acatar todos, todos, los mandatos en silencio. Y me pregunto, ¿cuál es mi país? ¿Quién lo decide? ¿En nombre de qué ideologías se puede desterrar a alguien? ¿En nombre de qué tipo de fobias, estereotipos, verdades se puede condenar a alguien al incilio? ¿Por qué tenemos que dejar entrar a nuestra casa a una larga cadena de ejecutores, inspectores y sus inspectores cuando les apetece, sin aviso previo?

Pagaré a disgusto la multa. La pagaré con el dinero que ahorré en retribuir a alguien que limpiara las aguas negras que inundaron la casa hace una semana. Pagaré y la impugnaré, como buena ciudadana. Mientras me vuelvo cada vez más resistente a exiliarme o inciliarme, siempre que sean otros los que intenten decidir por mí. Y me voy que tocan a la puerta. Otra vez.

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