Mecanismos del Censor

La hijastra, dirigida por Juan Carlos Cremata fue bajada de cartelera en 2012. Ahora, El rey se muere tuvo el mismo destino y peores consecuencias. Foto: Claudio Peláez Sordo

La hijastra, dirigida por Juan Carlos Cremata fue bajada de cartelera en 2012. Ahora, El rey se muere tuvo el mismo destino y peores consecuencias. Foto: Claudio Peláez Sordo

“El lenguaje es valor: es la habilidad para concebir un pensamiento, decirlo, y diciéndolo, hacerlo realidad”.
Los versos satánicos, de Salman Rushdie

El Censor -y no el Autor- suele ser el más fervoroso creyente del mito que define Rushdie. Le teme a la convertibilidad de una idea en realidad, y viceversa.

De ahí que este verano hayamos visto cómo se sacaba de escena -tras apenas dos presentaciones- “El rey se muere”, la obra de Eugene Ionesco, montada y dirigida por Juan Carlos Cremata.

Más allá del calor agobiante, uno se pregunta qué tan absurda tiene que andar la realidad para que se censure una pieza de teatro del absurdo.

Al parecer, lo que sí saben muy bien los censores -como Shakespeare, como Erasmo- es que el mundo -como Cuba, como La Habana- es en realidad un teatro (del absurdo). Y actúan en consecuencia.

Ө Ө Ө Ө Ө Ө Ө Ө Ө Ө Ө Ө

En las madrugadas, mi pequeña venganza se cumple cuando detengo un momento la lectura, por ejemplo, de J.M. Coetzee, y pienso sádicamente en que el Censor no puede leer a J.M. Coetzee sin morir en el intento.

Claro que el hombre puede…, pero en tanto Censor, no. A fin de evitar partirse en dos, prefiere dormir toda la noche y estar listo a la mañana siguiente para devorar informes, escrutar las páginas de un diario previamente expurgado por la disciplina de sus subalternos, inspeccionar la probidad moral y la rectitud ideológica de libros, películas, piezas teatrales, óleos (sur)realistas que tal vez ya fueron castrados por ese otro examinador diminuto que muchos tenemos dentro (y que ahora escribe esto conmigo).

John Milton decía que “no puede haber oficio más tedioso y desagradable (…) que convertirse en perpetuo lector de libros no escogidos”. O escogidos por otro, digo yo.

Mientras leo Contra la censura (Ensayos sobre la pasión por silenciar), el Buen Censor quizá fatiga sus ojos por enésima vez sobre las áridas notas del periódico de mañana.

En ese libro, Coetzee –escritor enorme, pensador laico, testigo del apartheid sudafricano– nos recuerda que el país común de censores y censurados es la paranoia.

Los primeros no solo vigilan la obra de los otros; se vigilan a sí mismos.

En términos de arte, tienen un detector de mierda, como los buenos autores, pero suelen elegir la mierda. Persiguen la burla, la ironía, la blasfemia, la incorrección política, “lo indeseable” moral e ideológicamente…, pero todo eso crece en cualquier parte como la verdolaga. Incluso, o sobre todo, en sus propias mentes al acecho. El Censor es un vegetal con alma defoliante.

En ciertos casos, se expande la enfermedad como método de control social y se crea un “Estado paranoico”; ese lugar donde, ya saben, una mentira repetida hasta el cansancio puede convertirse en verdad, donde un poeta notable se transforma en un expectorador de flemas siberianas mientras realiza trabajos forzados. El Censor puede ser un alquimista.

Graciosamente, la censura “no está orgullosa de sí misma” y trata de ocultarse en las sombras hasta que alguna torpeza –como la de este verano habanero– la expulsa a la luz.

La maquinaria trabaja además contra sí misma: “espera con ilusión el día en que los escritores se censurarán a sí mismos y el censor podrá retirarse”, escribe Coetzee.

Para los censurados, la paranoia consiste no tanto en un incesante delirio de persecución como en la certeza de que, hasta cierto punto, la censura es inevitable, fatal, hasta necesaria.

No eres un perseguido porque, según Coetzee, “trabajar bajo censura es (más bien) como vivir en intimidad con alguien que no te quiere, con quien no quieres ninguna intimidad pero que insiste en imponerte su presencia”. El Censor resulta “un lector entrometido”.

Pero la gran contradicción de la censura es que con frecuencia hace de su víctima una suerte de héroe, de mártir de la expresión, y le otorga a su obra un prestigio y una difusión inesperados.

En alguna medida, el caso Cremata –que por supuesto no ha saltado a los medios oficiales cubanos– es un buen ejemplo de ello.

Llegado ese punto, el artista corre otro “riesgo psíquico” sobre el que también advierte Coetzee: el de la arrogancia, la soberbia, la megalomanía.

Ө Ө Ө Ө Ө Ө Ө Ө Ө Ө Ө Ө

La censura es a menudo uno de los peores monstruos del sueño de la razón.

A estas alturas ya alguien en Cuba debe haber soñado que se proscribe incluso la palabra “pinga”. Imagino que pronto los más obedientes y reprimidos, los bien hablados y mejor portados, caen como moscas en las esquinas, víctimas de repentinos derrames cerebrales. Hay imágenes y sonidos confusos… La pesadilla acaba justo cuando los censores comienzan a recibir toneladas de informes que registran los infinitos modos en que la gente –básicamente preocupada por su salud– viola el mandato lexical. En el colmo de la frustración, uno de los funcionarios, inesperadamente con la voz de Cremata, suelta: ¡Manda pin…!

La frase termina de este lado, en medio de la confusa noche de esto que llamamos realidad.

La resolución del CNAE

 

Salir de la versión móvil