Mi bebo ya tiene nombre

¿Qué clase de padres le ponen a su hija Eliurka? Mis suegros…
Ella se queja, y promete desquitarse con el bebo, pero no es para tanto. En Siguaraya City hay nombres mucho más espeluznantes. Nuestros aportes a la antroponimia dan para cientos de tesis doctorales, y cuando todo parezca dicho, aparecerá alguien con un Yoxistrosferis de la Caridad que pondrá el listón más alto aún…
¿Por qué mi fijación con los nombres? Es que de un momento a otro me nace el niño, y me asusta la posibilidad de no ponerle un buen nombre. Llámenme trasgresor, loco o irreverente, pero quiero ponerle un nombre raro: el mío, Carlos Enrique. Tengo miedo de que en el Registro Civil no lo sepan escribir, pero si yo nací en 1979 y mi nombre real no es inventado ni comienza con “i griega”, confío en que mi primogénito se las arregle… Total, hace siglos que nadie me llama Carlos Enrique…
Y no porque sea mío, pero mi nombre es bonito. Lo ganó mi madre en una cruenta batalla con la parentela paterna, promotora de nombres que no evoco para no herir a gente que, aunque sus propuestas sugieran lo contrario, me querían y me quieren. Eran engendros tipo Yusisney, Arisbel, o qué sé yo… Por cierto, de las millones de razones que tengo para amar a mi padre, la primera es no haberme legado su nombre: Migdio Librado. Ojalá mi hijo no me odie en el futuro, acomplejado con mi herencia.
Un nombre es algo serio, aunque algunos den risa y otros ganas de llorar. A menos que te hagas artista o prófugo de Interpol, tu nombre te acompañará toda la vida. Aquí la Ley del Registro del Estado Civil establece que cada quien es libre de escoger nombres, de acuerdo con sus tradiciones y nivel cultural. Cada tiempo tiene sus nombres y cada nombre tiene sus motivos, ya sean genealógicos, sociales o de simple gusto…
Sin embargo, hay padres que se realizan a través del nombre de sus hijos, o le ponen nombres de gente importante, personajes históricos, galanes de telenovelas, futbolistas o poetas, como si quisieran garantizar de antemano algo que la vida te dará o negará, sin importarle cómo coño te llames. Hay Augustos que son verdaderos mequetrefes, y tal.
Oscar Wilde vacilaba el tema en “La importancia de llamarse Ernesto”, una obra de teatro sobre la risible seriedad de ciertas instituciones sociales. Pero hay quién se lo cree y le busca al chama un nombre trascendental, como si Napoleón solo hubiera necesitado su nombre y esconder la mano en la chaqueta para conquistar Egipto. Claro, si el Gran Corzo se hubiera llamado Timoteo Bonaparte, habría vencido en Waterloo matando de risa al Duque de Wellington y sus tropas de la alianza anglo-prusiana.
Personalmente, cuando escucho esas ínfulas de predestinados, no puedo evitar pensar que Martí y Lezama Lima se llamaban simplemente José…
Pero los siguarayenses, primero muertos que sencillos: aquí hay más “i griegas” que en la mismísima Grecia (Yordanis, Yusniel, Yandy, Yoexis, Yusmari y un largísimo etcétera), masacramos otros idiomas (Usnavy, Danger, Yesdasi), somos más exóticos que un poema de Casal (Hanoi, Viengsay, Yakarta, Yasnaya), viramos nombres al revés (Odlanier, Adianez, Noslen), o los fundimos en uno solo, y lo mejor de todo es que son unisex, sirven para hembras y machos, en un desconcertante androginismo que no resulta muy esclarecedor en los pases de lista del Tercer Milenio…
Antes existía también la costumbre de apelar al santoral para bautizar a la criatura, y yo libré, porque nací él día de San Eustaquio. En el catolicismo hay santos como para hacer dulce, pero todos tienen nombres “viejos”. Aún no existe un San Vicyohandry o una Santa Yumisleidys, pero dennos tiempo, dennos tiempo…
Por suerte, aquí la Ley impide poner más de dos nombres. Picasso, el malagueño genial, se llamaba Pablo Diego José Francisco de Paula Juan Nepomuceno Cipriano de la Santísima Trinidad Ruiz Picasso. Me imagino la cara que pondrían en el Carné de Identidad si yo me apareciera con el bebo y una longaniza así…
Yo insisto en ponerle a mi niño Carlos Enrique. Créanme que quise serle fiel a la tradición, y estudié algunos de los más frecuentes “modus operandis” en el siguarayense arte de nombrar a su prole, pero ninguno me convino. Por ejemplo, mi nombre al revés es un Sorlac que está de puñeta. Y con mis dos miserables sílabas tampoco podría intentar una combinación al estilo de Descemer, acrónimo de Mercedes. La onda de fundir el nombre de los padres tampoco me servía, pues de Carlos y Eliurka solo saldría un nefasto Elilos, o peor, un Carka que solo sería fuente de un despiadado y merecido choteo escatológico…
A veces quisiera haber sido un indio sioux o cheyenne. Todo sería más fácil, porque el nombre habría que ganárselo con las virtudes y defectos de cada cual, sería más representativo, y uno sabría a qué atenerse al conocer a un “Toro furioso”, un “Picha Triste” o un “Culicagao”. Pero nada, soy de Siguaraya City, donde lo de los nombres no tiene nombre. Y si lo tiene es muy feo. O comienza con “i griega”…
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