Lugares comunes

En el cine contemporáneo hay una serie de entendidos dramáticos que, de tan familiares, cualquier espectador lee sin tropiezos. Es normal, por ejemplo, que el marido diga “nunca permitiré que gastes dinero en esos zapatos” y el corte sea a los pies de la mujer que un untuoso dependiente calza en una tienda, mientras el esposo, resignado, hace una mueca al fondo. Se comprende que el tipo se rindió, y eso es gracioso, y no es necesario que veamos la discusión que el cineasta nos escamotea con esta familiar elipsis.

Hace unos días pensaba que al espectador cubano tendrían que resultarle insólitos algunos de esos lugares comunes. Algo tan sencillo como que el chico le diga a la chica “Vamos a tomar un café”. Dado cualquier punto de La Habana, el sitio más cercano en que se expende café está, como mínimo, a 3 kilómetros de distancia. Y es un café horrible que debes tomarte de pie, sin la privacidad y el ambiente apacible que se supone buscabas, o un café carísimo que te tomarás con amargura. O cuando llegas descubres que la máquina está rota. No, la gente no dice eso por acá.

Otro lugar común: el chico está comprando en un gigantesco supermercado –y gigantesco, para el consumidor cubano, es cualquier supermercado en que vendan bandejas de pollo– y se encuentra con la chica, cuyo carrito de compra tropieza con el suyo, y eso sirve de excusa al guionista para ponerlos a conversar. Primero, en los supermercados cubanos, como en el aeropuerto, no hay carritos. Y los pocos que hay los tienen los demás. En segundo lugar, nadie se encuentra con una chica asequible en un supermercado. O con un chico, según lo que cada cual esté buscando. La gente o bien se muestra huidiza o exhibe un porte aristocrático que habla de familiares generosos y cónyuges europeos. Nadie es asequible. No te encuentras a una que estudie o trabaje contigo, y si te la encuentras se hará la que no te ha visto. En ese sentido, es como encontrarse a un socio en la cola para tomarse una muestra de semen.

El ejemplo más dramático es este: en todas las películas del primer mundo, el corte cuando al personaje le da un infarto es, invariablemente, al pasillo de un hospital, donde la cámara adopta la subjetiva del agonizante y vemos luces en el techo y unos enfermeros tensos y operativos gritando cosas incomprensibles, como que preparen 10 centímetros cúbicos de epinefrina. En Cuba… bueno, para empezar, hay que preguntarse si el Lada de Manolo, el vecino, estará funcionando y tendrá gasolina, y apostar a la sobriedad de Manolo. O salir a una calle relativamente céntrica a parar un carro. Con suerte ahí terminan los apuros, pero si tienes un mal día resultará difícil, llegados al hospital, encontrar los enfermeros, la camilla y un doctor disponible y medianamente interesado. Y que haya las medicinas, y la cama, y este o aquel aparato no esté roto o esperando por un reemplazo que lleva meses embalado en China. No, en Cuba no es posible hacer esa elipsis. Aunque el tramo anterior sea mejor que El Padrino y lo que venga después emule a Kieslowski, Zhang Yimou o Pablo Larraín, el lapso entre el infarto y el ingreso va a ser lo mejor de la película.

Pero si los lugares comunes en el cine no se verifican acá, hay otros que podríamos exportar: aquellos que tienen en la prensa cubana su nicho ecológico.

¿No se han fijado en que todas las provocaciones son burdas? Es curioso, ¿no? Después de tanto tiempo provocando, el enemigo –el que sea, el norteamericano, el interno, la región del mundo con que estemos peleados en ese momento– debería cogerle la vuelta al negocio de las provocaciones, tener cierto know how, digo yo, ir logrando provocaciones cada vez más brillantes y refinadas. Pero no, son invariablemente burdas, esto es toscas, obvias, elementales. Esa gente no aprende. Con lo hábiles que son en otros ámbitos, y ya ves, resultan incapaces de lanzar una sola provocación decente. Y sin embargo, alguna vez tuvo que existir un modelo, digo yo, una provocación ingeniosa y bien urdida con la cual comparar las que siguieron. Es evidente que ya no las fabrican como antes. Tendríamos que diseñarla nosotros, mostrarles cómo se hace…

Otra frase muy frecuente en la prensa y en discursos: “hace más de veinte años”. O los años que sean: el punto es que da la impresión de que nadie sabe calcular bien, y tiran la primera cifra que se les ocurre, siempre que cumpla el requisito de ser levemente menor que la cifra real. Requisito que, por otra parte, puede jugarte una mala pasada: cierto cantante hoy emigrado, en ocasión de ganar un importante premio en Japón, quiso dedicarlo “a los muertos en Hiroshima hace más de… eh… de… perdonen, es que estoy muy emocionado…”. Pues haber sacado la cuenta antes, bróder, o haber dicho “hace más de quince minutos” para ir al seguro. Otra variante es “en la Plaza se congregó más de un millón de personas”. Bueno, pero ¿cuánto es eso? ¿Un millón y apenas diez personas más, o un millón ochocientas cincuenta mil? Si contaste un millón, ¿qué trabajo te da decir el resto con exactitud? Claro que puede que algunas personas no pusieran de su parte y se la pasaran entrando y saliendo de la Plaza, haciendo por consiguiente muy difícil la decisión de si se las consideraba o no en el guarismo final. Bueno, pues regáñalos y exígeles que se estén quietos, que una manifestación, voluntaria o no tanto, es una cosa seria.

En la aristocracia de las frases sacralizadas por el uso en nuestros medios masivos campea “por suerte estas manifestaciones negativas no son mayoría entre nosotros…”,  mira tú qué consuelo. Me están tratando mal, me están tirando a mierda, pero es reconfortante saber que se trata de una excepción y no de la regla; en otras palabras, que de veinte usuarios que reciben atención en un momento dado, solo me están ninguneando a mí. Es increíble lo que el conocimiento de ese hecho puede hacer por tu autoestima. Otra aplicación del concepto: descubrieron a un administrador que robaba, pero por suerte los demás no son así. Qué afortunados somos, era ese crápula concreto y ya. Aunque, si lo piensas un poco, hasta el momento de ser expuesto a la luz pública el malhechor de marras era tenido por un funcionario ejemplar, tan ejemplar como los demás administradores. Es el tipo de cosas que te hacen dudar un poco, ¿no?

Ahora bien, mi favorita entre esas formulaciones es la que se refiere a “errores que todavía subsisten”. Todavía. O sea, que desaparecerán alguna vez; es más, ya deberían haberlo hecho, tendrían que haber tomado ejemplo de otros errores que se portaron bien y desaparecieron a tiempo y sonrientes. Por lo general, esos errores son además “rezagos del pasado”, y vienen rezagándose por más de medio siglo. Serán negativos, pero nadie puede negar que disfrutan de una vitalidad asombrosa. Cosas positivas como la carne de res o la posibilidad de que los profesionales de la salud puedan viajar libremente al extranjero han durado mucho menos. Con toda humildad sugiero que en alguno de esos laboratorios y centros científicos de la periferia habanera dediquen algo de tiempo y dinero a descubrir y aislar el principio activo de los errores, para aplicarlo más tarde a las cosas buenas y efímeras.

Retórica. Frases hechas, repetidas automáticamente, despojadas ya de todo sentido. Frases en las que nadie cree, y el que las escribe menos que nadie, pero que la prensa cubana no atina a expresar de otra manera. Lugares comunes que no describen la realidad para una prensa que tampoco lo hace.

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