Trolls y haters

Ilustración tomada de Mendoza Post.

Ilustración tomada de Mendoza Post.

Tal vez las ideologías no han muerto, después de todo: ahí tenemos a trolls y haters. Ellos asumen actitudes que damos por inherentes a aquéllas, al menos en su expresión sublimada: la intolerancia, las persecuciones, el tesón del misionero.

Ya se sabe: el troll pone malo el dado, el hater aborrece. Cada uno tiene su librito. Los haters, por ejemplo, suelen valerse con regularidad de argumentos ad hominem: si Fulano dice algo, ese algo debe estar mal simplemente porque lo dijo Fulano. Dan por sentado que en sus manos está la tarea de desenmascarar, destruir a Fulano y a cuantos simpaticen con él, y la asumen con celo de iluminados.

Libertad personal y democracia están muy bien dondequiera, y desde luego también en Internet, pero valga la perogrullada: no hay que confundir democracia con anarquía, toda sociedad está regida por leyes y acuerdos colectivos. Ya dijo el Benemérito que el respeto al derecho ajeno es la paz. Es cierto que en el mundo moderno –lo que, ejem, operativamente nos excluye a los cubanos– a cualquier político, a cualquier celebridad mediática lo ponen a parir en televisión, en la prensa sensacionalista, en debates públicos. Pero ahí por lo general le ves la cara a tu oponente, o por lo menos sabes su nombre, puedes intentar encauzar la discusión por carriles razonables, o decantarte por el contraataque. Ahora bien, los trolls y los haters son invisibles e impunes. Para contrarrestarlos existen los moderadores, la regulación de comentarios en los sitios web, los filtros, la selección de interlocutores, aunque a la larga hate will find a way

No importa si el hater y el troll son brillantes (que los hay) o cretinos (que constituyen legión): el punto es que rehúsan polemizar con respeto. Estimo que muy poca gente abre un espacio público en la red solo para escuchar elogios y requiebros: la mayoría espera, incluso necesita, una dosis de desacuerdo, un puñado de adversarios dignos. Pero el hater no toma en serio a la víctima de su odio, recurre a la falacia del hombre de paja para ridiculizarlo, da información falsa sobre la ejecutoria y las motivaciones de su víctima, lo cita fuera de contexto para demostrar que encaja en el nicho que creó para él. Si hay diez explicaciones posibles de una frase del otro, el hater optará invariablemente por la peor, dará por sentado que es la única posible y atacará a los comentaristas que osen adoptar cualquier postura alternativa. E insulta. Insulta siempre. No solo con injurias más o menos clásicas, con las malas palabras de toda la vida, sino saltando una y otra vez la barrera de la privacidad para, con ferocidad obscena, minimizar y calumniar al otro. Vaya, que con idéntico fervor lo acusa de fascista que de tarrúo.

De ordinario tienen impunidad, y supongo que por ahí está la explicación de su ensañamiento: el troll o el hater siente un torvo placer en llegar como una suerte de enmascarado virtual a alguien a quien de ordinario no tendría acceso, en hacerse presente en la vida de una persona que en el ámbito físico se le hace inaccesible (un músico de renombre, un académico, un escritor, un político) y actuar como si estuviera a su nivel, se emparejara a su estatura intelectual; en obligar a la víctima a saber que existe, según el modus operandi de los acosadores en la vida real. Probablemente no se sienta culpable, no crea causar perjuicio ni tenga reflujos éticos, o asuma que el daño que hace es parte del precio que su víctima debe pagar por existir: desde su punto de vista, solo está divirtiéndose y bajándole los humos a alguien. Después de todo, no siempre es fácil determinar qué es un insulto y qué no. Un personaje de un cuento de Chejov va a disculparse por haber agraviado a alguien y durante el acto de pedir disculpas vuelve a insultarlo, llamándolo estúpido y cerdo, pero él no tiene conciencia de ser ofensivo pues desde su punto de vista el otro es, objetivamente, un estúpido.

Nuestro país ha amamantado sucesivas cepas de haters particularmente intolerantes: si a las diferencias políticas y la falta de experiencia democrática, a esa necesidad inculcada de satanizar al otro le sumamos el choteo como la especia más socorrida de la cocina nacional y le ponemos un teclado enfrente, obtendremos a un tipo que odia y calumnia las veinticuatro horas del día y parte de la noche, como dicen que dijo un profesor de la Lenin. Por supuesto, hay un buen número de comentaristas ponderados, y por otra parte quien actúa como un troll enconado en un blog puede dar muestras de sabiduría y mesura en otro, pero las orillas exacerban los ánimos. El emigrado tiene todas las facilidades tecnológicas, aunque no demasiado tiempo libre; si vive en la isla es al revés. Cada uno sospecha de las motivaciones del otro: “¿Por qué ese emigrado se ensaña con Fulano? ¿Le pagará alguien?” O: “No me cabe duda de que si Mengano escribe esas cosas en Cuba es porque se ha vendido a la oficialidad, que le proporciona la conexión a Internet a cambio de irrestricta obediencia”. El segundo paso es dejar atrás la mera sospecha y construir una imagen del otro; el tercero, darla por cierta y probada.

El diálogo entre cubanos, no ya sobre política, sino hasta en temas como el deporte o el cine, es las más de las veces una quimera del calibre de los extraterrestres en Egipto o la infalibilidad de las lociones capilares. Aunque, como ocurre con los aliens y la caída del cabello, tenemos que seguir intentándolo.

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