Obama y la imaginación en Cuba

Foto: Alain L. Gutiérrez Almeida

Foto: Alain L. Gutiérrez Almeida

 

Amaneció en Cuba el Día Después de Obama, escurrió su panza sobre el asfalto de la ciudad y sobre el polvo de las secas guardarrayas y fue a perderse como todos en una noche liviana y anónima: con sus turistas y sus grillos, con esas chicas que abren las piernas y quiebran la cadera junto a la avenida para cómodamente hacerle señas a los faros de un auto, con esos viejos que se lamen las heridas de la existencia bajo un foco turbio, con esos hombres y mujeres que regresan a sus casas, como pueden, sobreviviendo al transporte público, para meterse en un túnel de letargo que los llevará irremediablemente al siguiente día, que a su vez se arrastrará hasta una noche igual a esta, en que, sin embargo, todo pudiera haber cambiado. O no.

Como era previsible, vinieron luego otros días y noches casi idénticos –excepto, claro, por los Rolling Stones–, y seguirán viniendo.

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Dictaminamos sin contemplaciones que algo cambió la semana pasada o que nada cambió la semana pasada.

Todavía somos, sí, una nación bipolar, con tendencia a aceptar la absurda chambelona que viene a ser cualquier opinión absoluta porque eso nos calma los nervios. En realidad lo que chupamos es celofán transparente.

De ahí que la prensa oficial de ambos lados del Estrecho de la Florida pueda aún agitar sus fantasmas inflables de toda la vida y que esto sea rentable. Últimamente, una explota los silencios de Obama, la otra los silencios –y las palabras, y ciertos gestos inciviles- de Raúl Castro. También de un modo o de otro se capitaliza el megaconcierto de los Stones.

En ambas costas políticas hay discursos y contradiscursos del cambio. En La Habana, en Miami, en Washington, trabajan a todo vapor las maquinarias de la memoria y el olvido selectivos, según convenga en cada caso. Como siempre, de un lado se financia la “disidencia” y de otro se zarandea y se arresta por un rato y se vuelve a soltar a “los mercenarios”. Se juega a la baraja con los derechos humanos y la Historia en nombre de esa hermosa aporía, “el pueblo cubano” (“Cuban people”).  Es un juego cínico que ninguna de las partes confiesa, porque si lo hicieran, se acabaría el cinismo, que es el combustible del juego.

Nuestra confusión se debe a que leemos malos periódicos y a que la mayoría de las veces no quitamos la vista del ring político para mirarnos a nosotros mismos.

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La verdad es que no estamos seguros de que algo (no) haya cambiado con los recientes acontecimientos. En cierto sentido tampoco hace falta tener demasiadas certezas. La metamorfosis suele operarse independientemente del nivel de conciencia que tengamos acerca de ella.

Pero bien puede ocurrir que cuando despertemos nos hayamos convertido en un cucarachón kafkiano. Así que más vale tomar nota. Y la visita de Obama sirvió para eso; para que nos digamos: vaya, parece que algo, en definitiva, está cambiando. Y lo anotemos. Y para que empecemos a cuestionarnos todo el asunto.

Puede entonces que reparemos en que la visita de Obama –y su recibimiento por las autoridades de la isla– no resulta el punto de partida del cambio esencial que nos atañe, sino una de sus consecuencias; sin dudas, un síntoma; y luego, tal vez, un catalizador de ese mismo proceso debido, justamente, a que la inusitada, impactante imagen de un Presidente de Estados Unidos caminando entre nosotros hizo que comprendiéramos que la cosas, y nosotros mismos, ya no somos y ya no seremos los de antes.

En todo caso, el comienzo de esa transformación precede incluso al 17 de diciembre de 2014 –que es también una consecuencia– y su trayectoria se extiende por encima de nuestras cabezas en el presente con dirección al futuro. La semana pasada nadie accionó un switch y trocó en un gesto el orden de las cosas, sino que apenas se acarrearon un par de piedras (rodantes) para pavimentar una ruta hacia quién sabe dónde.

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No han faltado, no faltarán quienes hagan otros análisis de la cuestión, haciendo notar o escamoteando una multitud de factores que se entrelazan para configurar el cambio en la sensibilidad social y las condiciones de lo posible en la Cuba actual: la resistencia inquebrantable del pueblo o la corrosión tras medio siglo de presiones externas, los crasos errores o los logros de la Revolución, el derrumbe del socialismo real y el escoramiento del socialismo del siglo XXI, el pérfido cambio de estrategia o la vecindad sincera y deslumbrante del Imperio, la crisis económica de un cuarto de siglo y la crisis de valores, la emigración y las remesas, el acabamiento biológico de una generación, el desencanto de otra, el síndrome de abstinencia heredado por los jóvenes, la ausencia del líder carismático o el ya muy retrasado timoneo aperturista como maniobra de gobernabilidad, el pragmatismo versus la Utopía, la burocracia travesti y todos los polichinelas del pensamiento oficial versus “poetas” o  “pepillos” o “maricones” o “hipercríticos” o “confundidos” o “centristas” o “contrarrevolucionarios honestos” o “mercenarios” o “gusanos”,  la recomposición de la diáspora y la inversión extranjera, la falta de créditos o el petróleo venezolano, los bloqueos interno y externo, las votaciones en la ONU y la solidaridad internacional, el ejemplo de los mártires o la “luchita” diaria, los Papas católicos y los precios del agro, la justicia social o la falta de libertades individuales, las derrotas en el béisbol y los triunfos en el reggaetón…

Pero si practicamos ese otro deporte nacional de los cubanos –mucho más secreto que la pelota y la indiscriminada cita martiana– que consiste en glosar a José Lezama Lima quizá captemos de un solo vistazo qué es lo que, al fin y al cabo, ha venido cambiando(nos).

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La imaginación.

Según Lezama, la Revolución cubana supuso el advenimiento de una nueva “era imaginaria” en la isla; o sea, la (re)invención y consumación histórica de un mito, que es “imagen participada”, para la nación.

En 1960, Lezama afirma estar en presencia de “la posibilidad infinita, que entre nosotros la acompaña José Martí” y sostiene: “La Revolución cubana significa que todos los conjuros negativos han sido decapitados”. Para él, esa potencia incesante se sustentaba en la participación-creación colectiva de la imagen de una era histórica. O algo así…

Un montón de fuerzas disolventes o centrífugas o estatistas o conservadoras o dogmáticas enfriaron con el tiempo la imago más original, proteica y fértil de la Revolución cubana. Lezama sufrió en su propia carne algunos de esos embates. Después, poco a poco, se irían corroyendo otras imaginaciones producidas, o importadas, durante décadas hasta llegar al punto actual de apatía política, impotencia ciudadana, apoyo acrítico, desidia burocrática, negacionismo, desesperanza, individualismo, frustración, naciente fervor neoliberal.

Cualquiera, sin hurgar demasiado en Lezama, presume lo importante que suele ser la imaginación compartida, el horizonte común –y variables más inmediatas, como la generación de consensos sobre asuntos específicos– y su articulación con las aspiraciones de los individuos para que una sociedad navegue más o menos bien.

La hermeticidad con que se prepara el inminente Congreso del Partido Comunista –donde se supone que se decida el destino próximo y mediato del país– resulta entonces un nuevo atentado flagrante contra la posibilidad y el derecho de todos a participar en la imaginación de la Cuba por venir.

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El tránsito de la imaginación política en Cuba desde los grandilocuentes pero armónicos –por cómo resonaban en la mayoría de la gente– tonos épicos, o líricos, de otra época hasta las notas casuales y con frecuencia desafinados del presente, acaso sea sintomático.

Hace poco más de una semana, Barack Obama y Raúl Castro, en conferencia de prensa, parecieron ponerse de acuerdo para representar una escena de genuino teatro bufo cubano: la imagen del negrito astuto triunfando con su gracia sobre la cerrilidad del gallego no dejó de ser captada, como mínimo, por el inconsciente colectivo nacional.

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