Los laberintos de la memoria

Recuerdo cuando mi padre recostaba la cabeza en la almohada, con la luz encendida, y se quedaba largo rato así, con los ojos cerrados. Yo le preguntaba si estaba dormido y él respondía: “Estoy pensando”. En algún recodo de sus profundos pensamientos, comenzaba a roncar. Y yo me sentía defraudada. Pero cuando se levantaba, tenía ideas geniales y escribía poesía el resto de la tarde. El hecho, con frecuencia repetido, era para mí un misterio.

Mi padre, creo, como hoy me ocurre, se perdía en los laberintos de la memoria, y a veces rescataba con éxito algo que iba a quedar en una página, o en mi propia subconsciencia. Hoy, desde esta distancia a la que uno llega con la trashumancia, las lecturas, las letras, la historia vivida y las narraciones familiares, tengo la misión de escribir mi primera columna para OnCuba, bajo el nombre Partes de Guerra, apellido heredado de ese poeta. Cierro los ojos tratando de perderme en mis propios laberintos y sacar la esencia que me gustaría dejar a los lectores.

En El laberinto de la soledad, Octavio Paz, Premio Nobel de Literatura 1990 y uno de los más importantes escritores de mi tierra adoptiva, México, reconstruye la voz del mexicano, su historia e identidad. Me pregunto: ¿cuántas veces habrá tenido que cerrar los ojos para pensar?

La voz de esa Cuba en la que he nacido por casualidad, aunque nos gusta decir que por accidente geográfico, tiembla todo el tiempo dentro de mí, sin que yo logre extraer su néctar. Yo no soy Octavio Paz ni Félix Guerra, pero soy una cubana en el mundo, que ha tenido que lidiar primero con la “maldita circunstancia del agua por todas partes” –“La isla en peso”, Virgilio Piñera–, y luego con ese desahucio que significa “marcharse a vivir una cultura diferente” –León Gieco, “Solo le pido a Dios”–.

Me pregunto, ¿qué es aquello que la memoria elige? Los primeros diez años de la vida adulta se fueron en la locura, la amnesia; en tratar de comprender (o de escapar) una realidad propia que hubiera preferido ver como ajena, como hacen tantos al intentar deconstruir la Cuba posrevolucionaria desde afuera. El siguiente lustro, el del autoexilio, estuvo en línea directa con la nostalgia honda, que me acompañó como enfermedad incurable, y me llevó, sin embargo, a la literatura.

Los últimos años han sido los de la libertad física y mental de eso que llamo el estadio definitivo de la madurez. Encontré el hilo de Ariadna y escapé del Minotauro, o eso me gustaría creer. Porque al mismo tiempo vuelvo la vista atrás y sigo encontrando a una Habana que se quedó detenida en el tiempo, en la maniobra de la supervivencia, en el fastidio de lo cotidiano, en el futuro mejor que no llega, en el mar surcado de otros tantos laberintos que es mejor olvidar, porque a veces los laberintos intentan también la desmemoria.

“El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando piensa”, dijo Friedrich Hölderlin, poeta alemán del llamado Siglo de las Luces. Ahora comprendo que, cuando mi viejo cerraba los ojos, estaba en realidad jugando a ser Dios.

 

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