Ocho años fuera de Cuba

Ser emigrante es una forma de vida con la que has de lidiar todos y cada uno de los días.

Foto: Pxhere.

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Este octubre hace ocho años que me subí a un avión sin boleto de regreso. Que me despedí de mis padres, mi tierra, mi música, mi mar y mis croquetas. De todo. Después de decirle adiós a tanta gente que se iba, tuve que decirle adiós a los que se quedaban. Fueron tan intensos los sentimientos posteriores, la sensación de derrota, las batallas, que un par de años más tarde, después de atravesar la peor crisis de mi existencia, escribía Nostalgias de La Habana, memorias de una emigrante, como un exorcismo, una manera de vomitar el pasado para enfrentarme al presente.

Han pasado ocho años, durante los cuales viví procesos muy disímiles. Entendí y conocí a la familia a un lado y otro, separada por noventa millas y cuarenta años de no verse nunca más. Pasé por múltiples capitulaciones, el dolor, la tristeza insondable, la victimización, la nostalgia trepidante, las culpas, los reencuentros, la alegría otra vez, la literatura, los viajes, la libertad.

Pienso en esos que un día tuvieron que tomar un avión con urgencia y escapar; en los que viven con la idea de que en cualquier momento tendrán que hacerlo; en los que huyen de las dictaduras, del hambre o la muerte; en aquellos a los cuales un fenómeno natural o una guerra les arrasa la vida entera en un pestañazo.

Pienso en los que caminan miles de kilómetros con lo que traen puesto hasta llegar a un campo de refugiados, y que no tendrán más una casa, un hogar, quizás tampoco una familia. Y en los que no llegan…

Pienso en los miles de cubanos (y africanos) que han atravesado el mar en busca de una orilla salvadora y dejaron cadáveres amortajados en sus profundidades. O en los sur y centroamericanos, los mexicanos que murieron cruzando un desierto, el muro de la vergüenza, y de los que nadie supo más. En los asiáticos que padecen el tráfico de personas. Hablo de todos: refugiados, solicitantes de asilo o migrantes económicos.

La migración es uno de los dramas más antiguos de la humanidad. Tan solo en 2015, alrededor de 244 millones de personas fueron contabilizadas por la ONU como desplazadas. Cada año mueren unos cuantos miles buscando un espacio de tierra donde vivir en paz o simplemente donde vivir.

Pero más allá de la tragedia global que esto representa, ser emigrante se convierte, durante el recorrido de sus sinuosas carreteras, en una forma de vida con la que has de lidiar todos y cada uno de los días. Nunca más vuelves a ser un ciudadano común y corriente.

Un día regresas y te das cuenta de que has olvidado los nombres de las calles de la ciudad donde naciste, y otro día te preguntan que de dónde eres. Y uno cualquiera, en uno de esos regresos en que quisieras volver al pasado del que escapaste, te das cuenta, definitivamente, que ya no eres de ahí. Otros no tienen la posibilidad de volver. ¡Tú eres afortunado!

Pero tampoco eres de aquí, porque aquí también quieren saber de dónde es tu acento, y lo confunden con nacionalidades exóticas, y la gente curiosa quiere saber cómo fue esa Cuba, y qué pasó, y si es cierto que las mujeres se podían comprar con jeanes, y si los Castros son buenos o son malos, y si los pobrecitos cubanos ya pueden salir de “allí”.

Y cuando descubres a otros emigrantes en París, Madrid, Barcelona, Roma, Ámsterdam, Santiago de Chile, Buenos Aires, Montevideo, cualquier ciudad de Estados Unidos o Canadá, o en mi propia Ciudad de México, te das cuenta de que a ellos les ha pasado lo mismo, y que por eso se juntan, porque no saben bien ni a qué grupo pertenecen. Y es cuando queda claro que no importa la nacionalidad que figure en tu pasaporte, ya no eres de ninguna parte. Y estás dispuesto a irte a otros sitios porque ya lo hiciste una vez, dos, tres. Ya estuviste al borde del abismo, de la nada. Te parece que no es difícil volver a empezar.

Pero volver a empezar es una filosofía de vida con la que no todos pueden, porque muchos no pueden siquiera con la realidad de no ser, de ser un emigrante, de que siempre te vayan a preguntar qué haces aquí.

Hace un tiempo entrevisté a Leonardo Padura, uno de los escritores más reconocidos que ha dado la Isla en el último medio siglo. Hablamos sobre La novela de mi vida, obra inspirada en lo que pudo haber sido la vida de José María Heredia, el primer poeta nacional de Cuba, el primer exiliado, el primer desterrado, el primer condenado a muerte, el hombre que inauguró la nostalgia antillana.

Una pregunta sin respuesta yace en la obra: ¿Por qué Heredia, que solo vivió seis años de sus treinta y cinco en Cuba, había decidido ser cubano con tal vehemencia, y sentir y sufrir su cubanidad como para escribir los versos “caribeños” en Oda al Niágara o El himno del desterrado?

A mi pregunta: ¿Heredia hizo de la nostalgia su emblema, y del desarraigo un componente de la cubanía con el que todavía lidiamos? —yo buscaba mis propias respuestas—, Padura respondió:

“Una salida sin regreso, como la de Heredia, como la de tantos cubanos a lo largo de los años, es una condena, no es un premio. Por lo tanto, entiendo esa manera de aferrarse a lo cubano, porque incluso los que puedan expresar su relación con Cuba más por el odio que por el amor, están cerca de ella, porque el odio también es un sentimiento humano, y es una forma de entender o expresar una relación desde una óptica negativa, pero también humana”.

Hoy, ocho años después, me despido con aquella frase que León Gieco convertiría en bandera mundial a través de las notas de Solo le pido a Dios: “Desahuciado está el que tiene que marchar a vivir una cultura diferente”.

Los hombres deberíamos poder elegir libremente el lugar adonde pertenecer. ¿Ese sería un mundo quimérico? Seguro. Pero más justo.

Ignacio Cervantes: "Adiós a Cuba" de Danzas Cubanas

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