Ser mujer

Foto: Pxhere.com

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He pensado tanto en el tema infinito de ser mujer. En mi más reciente novela, Luz en la piel, cinco voces de mujer, he vertido, quizás, el grueso de mis sentires, a la manera en que la ficción lo permite. Sin embargo, el tema femenino ha estado implícito en cada línea escrita por estas manos desde que me di cuenta de que en casa la que hacía la comida, lavaba la ropa y limpiaba el suelo, después del trabajo diario a jornada completa, era mi madre, y que así había sido desde siempre.

Las estadísticas, la historia, los ensayos, aportan todo lo fundamental que en el plano teórico hay que saber sobre la discriminación y la violencia contra la mujer desde que el mundo es mundo, o desde que se constituyeron nuestras sociedades modernas. Pero quiero trascender ese plano e intentar solo la reflexión que sucede al hecho vivo, a situaciones que me han hincado el alma como un erizo cuando el pie golpea el arrecife sin saber dónde apoyarse.

Si un día me sentara a escribir las anécdotas no acabaría, conseguiría un compendio superior en extensión a las grandes enciclopedias de la Ilustración, y me llevaría el confuso mérito de haber escrito la verdadera historia universal de la infamia.

Desde hace ocho años vivo de manera oficial en un país que se ha convertido en mi segunda patria, en mi tierra adoptiva y en el cual he aprendido que hay cosas que nunca se superan, y que hay otras que nunca se perdonan.

Jamás, por más que lo haya intentado, he dejado de ser extranjera en México, y jamás, he dejado de ser una extranjera mujer, por demás cubana.

Las cubanas fuimos desde hace lustros estigmatizadas por el nombre de una mujer que se consideró socialmente de poco valor, y que no voy a mencionar porque a esa mujer no la conozco y la respeto como a cualquier otra. También por el recuerdo de aquellos años cruentos del Período Especial en que los turistas llegaron a la Isla a buscar prostitución barata, entre ellos, mexicanos convencidos de que las mujeres cubanas nos cambiamos por jeans y tenis.

En esta que yo llamo la aventura mexicana he perdido la cuenta de todas las veces que los hombres, no importa si en el taxi, un coloquio o en los pasillos de una cadena de televisión, me aseguraron estar buscando una cubana para casarse, asumiendo que si estoy soltera, estoy también disponible para ellos. En mi estadística personal, quizás más del 80 por ciento. Aunque parezca un hecho trivial, porque las mujeres desde siempre nos habituamos a lidiar con situaciones de agresión verbal y acoso, esto hizo que con el tiempo modificara mi espontánea calidez de cubana por la coraza de una mujer fría, siempre en guardia, que se niega a soportar la humillación que nuestros propios hombres pretenden imponernos.

Cuando me decidí a crear lazos afectivos con los hombres de mi nuevo país, me encontré con otro fondo todavía más delicado, más ridículo: los hombres que me pretendían o “admiraban” o “querían” no podían soportar que tuviera éxito, viajara, realizara sueños, me apasionara por algo diferente a lo que ellos querían, no muriera por casarme o tener hijos, que tuviera otros amigos hombres y proclamara a los cuatro vientos el derecho a la individualidad, la intimidad y la soledad.

Estos derechos elementales aparecen en la cotidianidad como algo ilusorio, se mencionan en el código de la familia y en las promesas de amor, pero son olvidados en el acto, como algo esotérico que se desvanece en cuanto caen las cortinas de la escena ante el teatro lleno de gente.

Huelga decir que estoy hurgando solamente en la experiencia personal por temor a exhibir a amigas y conocidas que han vivido hasta condiciones de esclavitud, a veces sin saberlo.

Aunque le tengo infinito agradecimiento al México que me dio hogar, y pese al temor de ser injusta con él, no soy ciega al hecho de que vivo en el país que tiene un vagón de metro exclusivo para mujeres, para evitar violaciones. Un país donde todavía millones de mujeres viven para el marido y el cuidado de los hijos, muchas veces encerradas en su casas, o violentadas económicamente, sin la posibilidad siquiera de soñar.

Un país en el que se forman claustros de solo hombres con maestros hombres, para evadir, en sus principales universidades, el acoso de los académicos hacia las estudiantes femeninas. Un país donde se culpa a las mujeres violadas de usar ropa sexy o salir tarde a la calle y con ello incitar a la bestia masculina. Un país donde las mujeres son traficadas, vendidas y asesinadas. Desgraciadamente, en ninguno de estos sucesos mi país es excepción.

Como corredora y montañista he visto herido demasiadas veces el orgullo masculino ante la determinación y disciplina de las mujeres en terrenos que históricamente parecían reservados al hombre. Ante el talento, en cambio, se postran sentimientos trascendentales que nos detienen como sociedad: la envidia, el orgullo, la vanidad, y sucesos históricos como el machismo, tan enraizados en nuevas vidas.

He tratado de hacer una carrera literaria en México, porque es la tierra a la que le debo, entre muchas cosas, esa nueva vida que salí a buscar en 2010. Sin embargo, el resultado se ha correspondido solo en un porciento bajo al reconocimiento del talento. ¿Por qué? Porque me he negado, tantas veces que no tengo memoria, a humillarme antes los editores o jefes de noticia de los medios en los que he trabajado, a rebajarme o adular e incluso “intercambiar servicios” con quienes no merecían mi respeto siquiera.

Me he negado mucho y he defendido mi derecho a ser mujer, pero el costo ha sido caro. Nunca fue perdonada mi extranjería. Y nunca, el derecho a ser una mujer que sueña y que lucha por hacerlos realidad.

En los riscos del camino he conocido a mujeres que como yo se atrevieron a imaginar y pensar, y a otras que han dejado la vida defendiendo nuestros derechos básicos. En ellas me inspiré para escribir Luz en la piel…, una novela de historias comunes, de mujeres que quisieron desafiar el nuevo milenio y chocaron contra sus rejas, pero no se detuvieron en ese intento de descubrir qué es ser mujer en el siglo XXI.

En su exergo, cito el poema “Desde el principio”, de la poeta costarricense, Shirley Campbell Barr, que además de ser mujer y escribidora, es negra. Con sus versos me despido, no sin pena, no sin ilusiones:

Pero de pronto una descubre / que las manos las tiene vacías. / Y entonces un día / una no quiere ser más /una mujer / porque serlo / no es siempre tan bueno / ni tan dulce.

Porque serlo / es a veces amargo / y duro / entonces una se subleva / se ve el cuerpo / y las manos / se ve el sexo / se descubre toda / como una mujer.

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