El trabajo que dignifica y mata

Foto: Pxhere.

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Las industrias del conocimiento, la educación y el consumo están enfocadas en aquella actividad que el ser humano hace durante más horas diarias desde que se constituyeron nuestras sociedades modernas: el trabajo.

Nos venden ejercicios para ser más creativos en el trabajo, claves de alimentación para mejorar el rendimiento laboral o los cinco mejores puestos a los que debemos aspirar.

Desde que nos graduamos comenzamos un maratón de tareas en el que rara vez nos detenemos para preguntarnos por qué y para qué. Si nos tomamos un tiempo puede que ya no podamos insertarnos nuevamente o que seamos vistos como vagos. La vagancia, no olvidar, es en su esencia mala y será castigada, por dios o por la vida misma.

En la escuela y en las universidades no nos enseñan a pensar, a soñar, a crear, sino que nos prepararon para una vida de trabajo en la que debemos ir ascendiendo lentamente a través del esfuerzo hasta alcanzar un logro o puesto determinado, que nos permitirá construir un “patrimonio”. Para cuando esto llega, la vida se escapó por las rendijas de una oficina enferma.

Yo nací en un país bandera del viejo socialismo del siglo XX, bajo la premisa de que con trabajo y esfuerzo construiríamos el futuro de la patria. Todo estaba por hacerse para el éxito personal y el de un sistema. Nos costó sacrificios, salud, hambres, vidas… El futuro nos alcanzó y el presente se difumina a través de una lente borrosa.

En el capitalismo moderno, estamos llenos de frases del tipo “la fórmula del éxito es el trabajo 24/7”, pronunciada con orgullo por aquellos que se dejan la vida en el intento de ser exitosos. “Tiempo es dinero” o “ganarse el pan con el sudor de la frente” son, por desgracia, citas demasiado coloquiales. Y de todas formas en la mordaz maquinaria del mercado, ese éxito, traducido en algo más de dinero, es invertido luego en “vacaciones compradas” que nos han de salvar en pocos días del oprobio de todo el año, o en medicinas y fórmulas contra los males que el stress de esta maquinaria nos genera.

Hace muchos años el proletariado luchó por jornadas de trabajo de ocho horas y condiciones dignas. Pero hoy la mayoría de las personas que conozco trabajan entre diez y doce horas diarias (algunas más), invierten dos horas en transportarse y otras dos alrededor de la vida laboral. Lo que queda para ocuparse de los bienes que adquirimos con el trabajo —casa, seguros, escuelas, etc.—, dormir y atendernos los padecimientos, le resta otras tantas al día de veinticuatro horas.

En países como México, si trabajas en el sector privado, tienes seis días de vacaciones cada doce meses, y la cantidad aumenta dos días por año. Esto, hasta que te mueves de empresa, y vuelves a comenzar la misma escala.

¿Cuáles son las horas de vivir? ¿Qué pasa con el tiempo de ser creativos, de imaginar, de soñar? Avalados por la antigua y lapidaria frase —por cierto, anónima— de que “el trabajo dignifica”, lo que nos queda para soñar es un suspiro.

La creación pasa por muchas aristas y una de ellas es el llamado ocio. Pero, ¿en qué momento nos podemos dedicar al ocio? ¿Cuántas más bellas sinfonías y menos bombas hubiéramos hecho de dedicar mayor tiempo a la contemplación, el arte, la naturaleza y menos al trabajo que paga la existencia?

En 1929, Virginia Woolf publicaba Una habitación propia, una conferencia sobre el vacuo papel de la mujer en la historia de la literatura, en la que ahondaba sobre el hecho de que las grandes obras eran escritas por hombres que contaban con los recursos para dedicarse a ello. Y esbozaba un ideal donde las mujeres, para poder escribir, necesitaban una habitación propia y quinientas libras esterlinas de renta al año.

Cierto es que las obras trascendentales en casi todas las vertientes de las artes no la hicieron los hombres que debían dignificarse con el trabajo. Obviamente, hay importantes excepciones, personas capaces de crear contra todos los avatares, y otros a los que dejó de importarles el buen vivir y murieron en la pobreza extrema dejando rembrants y vangoghs…

¿Pero… cuánto talento se queda hoy en las oficinas de grandes corporaciones o pequeñas empresitas que luchan por ganar un lugar en el torbellino de la producción de bienes y servicios? ¿Alguien ocupa acaso un puesto para llevar esta estadística?

Los mecenas del arte, de las invenciones, de la ciencia y hasta del deporte son cada vez más escasos. Se salvan, quizás, quienes pueden dedicarse a hacer lo que realmente les gusta y para lo que tienen talento. Entonces el sacrificio cobra todo el sentido. Pero el porcentaje de la población que así vive es ínfimo.

“El trabajo —decía Oscar Wilde— es el refugio de los que no tienen nada que hacer”. Nunca más vigente que hoy, cuando además, el hombre se quedó sin asideros, se extravió en la tarea de soñar y se cobijó en el trabajo y la tecnología.

En la entrada de Auschwitz, y de los más importantes campos de concentración de la Alemania nazi, se lee “Arbeit macht frei”. Quiere decir: “El trabajo libera”. La frase, que viene del título de la novela homónima del nacionalista alemán Lorenz Diefenbach, publicada en Viena en 1873, se convirtió en el slogan del fascismo. La historia sola contaría el resto.

Mientras el hombre sueña y crea, ensaya la vida. Cuando afana la existencia en interminables y agotadoras horas para producir cosas cuya utilidad ni siquiera comprendemos, ensaya la muerte de todo aquello que debía trascendernos.

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