Pichón Volante

Ahora que ando por la Siberia, léase Alamar, veo más difícil retomar la bicicleta para ir al trabajo. No por la distancia, sino por el túnel. Porque echarme una hora pedaleando no me vendría mal. Va y recupero esa esquelética esbeltez que adquirimos los cubanos en los años ‘90, cuando los modelos de Calvin Klein eran rollizos a nuestro lado…
Durante aquellos duros años todos fuimos una especie de minotauros, mitad personas mitad ciclo, hombres y mujeres capaz de disputarle el Tour a Induraín, e incluso ganarle en el terreno moral, porque él competía bien comido y sobre una super-bicicleta que no tenía, como las nuestras, gomas recapadas y un guacal adaptado para el forrajeo. Ya me gustaría ver a Lance Armstrong parado en bielas sobre una “plátano burro”, aquellas ocres bicicletas del INPUD, que frenabas y se enteraba media provincia…
Cada pueblo o ciudad era escenario diario de maratones ciclísticas, protagonizadas por gente de toda ralea y nivel. Mentes brillantes que se extenuaron sobre un manubrio, nalgas moldeadas por sillines sin forro, piernas endurecidas devorando kilómetros bajo el sol, día tras día, sorteando baches, asaltantes, ponches y bolas careadas…
Voy a contarles mi historia, pero imagino que usted, paciente lector, también tenga mucho que decir sobre el tema de turno.
Aún recuerdo mi primera bicicletica, con rueditas auxiliares, que aprendí a montar en el callejón de la Pita. “No mires abajo, mira palante y da pedales”, decía mi abuelo, que en un descuido mío me dejó al pairo. Aquel tareco duró poco, y no tuve otro hasta los albores de la Secundaria, cuando rompió el Período Especial y a mis padres les dieron par de bicicletas chinas por el trabajo.
Así llegaron a la casa la Forever y la Phoenix, una negra de hombre, la otra azulita de mujer, con sus chicharras sonoras, sus timbres cromados y su epíteto intrigante: “Flying Pigeon”. ¿Y eso qué significa?, le pregunté al puro, que no sabe ni decir yes, pero respondió con seguridad: “Pichón Volante”.
A todas estas, para nuestra pandilla una bicicleta era una utopía. Por entonces estaba de moda la película “Los Bici-Voladores”, y nosotros imitábamos las cabriolas con aros y trinchas, porque el único que tenía bicicleta era el chino Yosho, una 24 azul marino que era la envidia de los chiquillos del barrio. Y de pronto todos, por transitividad, nos vimos con bicicleta y se acabó la tranquilidad, sobre todo para nuestros padres…
Para nosotros era pura fiesta. Echábamos carreras, nos perseguíamos de un barrio a otro, por trillos, callejones y edificios, de Camacho a Macuca, del Pedagógico a Puerto Escondido, de Santa Catalina al Capiro. Visto ahora, el miedo paterno era comprensible, no tanto por el tráfico, casi inexistente, sino por los robos. El facho de bicicleta, muchas veces violento, estaba sato, sobre todo en calles mal iluminadas. Otro coto habitual de los ladrones fueron los parqueos improvisados, que aparecía de la nada y desaparecían con las mismas. A su vez, muchas salas de casa fueron habilitadas como parqueo, y los poncheros y echadores de aire vivieron años de bonanza.
Con los años dejé de jugar en bicicleta, pero no de montarla. Al contrario, hasta en el Servicio Militar di pedales como un trastornao. Aquel trascendental año en que a Santa Clara llegaron un Papa y los restos del Che fue pródigo en multas por ir contrario, una mala maña que ni los años me han curado. Por ejemplo, yo he montado bicicleta en dos capitales ubicadas en las antípodas de la disciplina vial, Berlín y Hanoi. En la primera me paró la Polizei por no ir por el carril de las bicicletas. En la segunda la filosofía es “que frene el otro”, así que no tuve mucho lío. Y si un policía me paraba, le hablaba en español y no le quedaba otra que dejarme ir…
Ya mi bicicleta no es china, pero aún es asiática. La traje de Vietnam, con el soñador propósito de librarme de camellos, guaguas y almendrones. Pero olvidé un minúsculo detalle: La Habana no es Santa Clara, y al menos para dar pedales, 20 años ya son algo…

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