Cuarenta y cinco

Quienes han tenido el placer de viajar a Cuba, conocen que el vuelo de Miami a La Habana es casi un abrir y cerrar de ojos y no es un vuelo cualquiera.

Las anormalidades comienzan en el instante en que decides viajar, la decisión trae consigo un mejunje de sentimientos, y resentimientos que no creías existían, o al menos, preferías no recordar.

Basta con una simple mirada indiscreta, un paneo de ojos para percibir el desconcierto, la ansiedad entre los pasajeros, cada uno es un por qué, una historia ambulante. Cada pase a bordo es un ticket de entrada a la máquina del tiempo.

Voy sentado en el asiento 1D, asiento del pasillo, al lado izquierdo de la entrada del avión. No acostumbro a sentarme en la ventana, suelo buscar la ventana solo para escudriñar la costa de Cuba, casi siempre al divisarla me parece poder abrazarla. Pero esta vez me será imposible, tengo compañía, viaja a mi lado una muchacha joven, delgada, casi rubia, viste una blusa blanca desmangada, unas zapatillas de piel desgastada y un pantalón tipo blue jeans de corte simple. Parece ser de pocas palabras, como si el hablar dilatara la tristeza reflejada en su rostro o pusiera en evidencia la simpleza de su naturaleza. Reposa su cabeza a la ventanilla y oculta sus húmedos ojos bajo los párpados. No ofrece emoción alguna, no se contagia con la alegría del resto de los pasajeros, parece estar dividida, forzada, tener un corazón en cada costa.

No sé quién es, pero le ofrezco mi chaqueta para cubrirla del frío que delata su erizada piel, la acepta y me da las gracias: “Gracias, Cancio… mi padre y yo hablábamos de ti hace unos días, quería ir al concierto de Buena Fe (grupo musical cubano) y nos preguntábamos si eras tú quien lo había traído, le encanta Buena Fe” –por unos segundos se le había desdibujado la tristeza del rostro. ¿Por qué no fue? –le pregunté intrigado. “No puede, o no debe” –me respondió con desconsuelo y ojos nublados. ¿Vas de visita a Cuba? –cambié el tema en busca de una sonrisa. “Vivo en Cuba, vengo a visitar a mi padre”. Ah… ¿tus padres viven en Miami? –pregunté con cierta curiosidad. “Es una historia muy larga y triste, no bastarían los 45 minutos de viaje para contarla”.

Miré el reloj, apenas quedaban cinco minutos de vuelo, por unos segundos volteó su cabeza hacia la ventanilla del avión, volábamos sobre Cuba, la tierra colorada parecía devolverle el color a su rostro, y continuó: “Mi padre fue condenado injustamente a muchos años de prisión, hace poco más de un año que salió bajo libertad condicional y no le permiten regresar a Cuba, estar con su familia. A mi madre y hermana menor no las dejan venir, no les dan visa, me toca a mí visitarlo cuando puedo, tengo un niño pequeño”.

La historia me sonaba conocida, y justo cuando comenzaba a descifrarla fuimos interrumpidos por el anuncio del aterrizaje y luego la euforia y los aplausos de los pasajeros, que nunca faltan. Fue entonces cuando, ya de pie, caminando hacia la escalerilla del avión y entre gritos y desorden, solté la pregunta cuya respuesta ya sabía: “¿Y quién es tu padre?”.

“Mi padre es René”.

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