Pies secos

Foto: AFP.

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Pocas cosas despiertan tanta emoción en un cubano que vive fuera de Cuba como ver una foto, escuchar y hablar del Malecón, o de su barrio. Alegrías y pesares, satisfacciones, recuerdos, añoranzas, contradicciones del país que lo despidió un día.

Hoy cuentan alrededor de 2,5 millones de cubanos los que han dejado la Isla para residir de manera temporal o permanente en más de 120 países del mundo. Solo en Estados Unidos se concentran 2 millones. Son números que representan una parte imprescindible de Cuba: su diáspora. Números que, unido a la cada vez más envejecida población y a la disminución de los nacimientos, exigen un diálogo urgente con los coterráneos.

Los más de 500 mil cubanos que visitaron Cuba en 2016, el intercambio cultural generado entre los artistas que viven dentro y fuera de la Isla, así como la recientemente abierta posibilidad a cualquier cubano de regresar a su país –incluso a aquellos que hayan abandonado misiones oficiales– son algunos ejemplos que demuestran la incipiente voluntad de reconciliación del gobierno cubano con sus ciudadanos.

Sin embargo, no es suficiente. Las inquisidoras políticas migratorias que el gobierno ha sostenido durante años con los cubanos que residen en el exterior, respaldadas por prejuicios y discursos heredados, permanecen casi inamovibles y llevan a un plano más allá del físico la distancia que los separa de la Isla.

Con la reforma migratoria de 2013, se flexibilizaron muchos procesos y desvanecieron trabas burocráticas, muchas otras subsistieron. Aun cuando se mejoraron los derechos de viaje de los cubanos residentes en la Isla, se mantuvo el trato discriminatorio hacia quienes habían emigrado antes. Continúa pesando sobre aquellos que decidieron vivir fuera de Cuba la distinción entre emigrado y residente que, en aquel momento, se pudo haber cortado de raíz.

Ese tratamiento injusto y desigual, que impone altos costos para gestiones de pasaporte, regula el regreso a la Isla, como país de origen, y limita los derechos de una parte de sus ciudadanos, no solo se contradice con los propios principios constitucionales del Estado cubano, sino que coarta la posibilidad de una relación distinta entre Cuba y su diáspora.

La decisión de vivir temporal o permanentemente fuera de la Isla no tiene por qué traducirse en un divorcio o ruptura definitivos, más aún cuando allende los mares permanecen los deseos y la disposición de ayudarla cada día a renovarse y crecer.

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