Yuli: El retorno del hijo pródigo

Esta película biográfica de Carlos Acosta nos coloca, más que ante un relato de crecimiento personal, frente a un drama de vindicación cultural y racial.

Carlos Acosta posa durante la presentación de "Yuli", que compite en la sección oficial de la 66 edición del Festival Internacional de Cine de San Sebastián. Foto: Juan Herrero / EFE.

Carlos Acosta posa durante la presentación de "Yuli", que compite en la sección oficial de la 66 edición del Festival Internacional de Cine de San Sebastián. Foto: Juan Herrero / EFE.

Cuando Yuli se estrene en Cuba será un éxito rotundo. Habrá toda clase de catarsis en sala. Y aplausos. Ya los hubo cuando la exhibieron durante el Festival de Cine de diciembre.

Porque Yuli habla del dolor. Es inevitable indicar la sensación agridulce que deja esta versión isleña de Nace una estrella. Basada en la historia real del bailarín Carlos Acosta, con un guion que versionó su propia autobiografía (No Way Home), la película de Iciar Bollaín refiere una suerte de relato de iniciación que supone un proceso de crecimiento personal, de éxito profesional, de superación de clase social y de resistencia ante los prejuicios raciales.

El tema de la racialidad es decisivo, por cierto. Paul Laverty, su guionista, cuya filiación con temas políticos y visiones de clase es conocida (sobre todo por su colaboración duradera con Kean Loach), la subrayó cuanto pudo en su adaptación de ese libro de memorias. Porque el drama –casi la tragedia– de Acosta es haber sido un bailarín negro excepcional en una escuela como la del Ballet Nacional, cuyos prejuicios raciales son un secreto a voces.

El sufrimiento de los ancestros esclavos, que sirve a Laverty para colocar sobre el contexto del trauma colonial histórico la identidad de Acosta, adquiere peso absoluto en la escena del viaje del niño y su padre a las ruinas del ingenio azucarero donde sus antepasados fueron abusados. Esa secuencia es de los momentos donde la película subraya su tesis profunda: estamos presenciando un drama de vindicación cultural y racial. En ese segmento, además, aparece el tono discursivo, obvio y didáctico que amenaza por momentos con transformar Yuli en una película de tesis cualquiera.

Tal aspecto es subrayado en el personaje más afacetado y rico del relato: el padre de Acosta. El progenitor que obliga a su hijo a tomar el camino mortificador de la disciplina, de la imposición de un deber ser, es también un sujeto autoconsciente que sabe que esa es la salida de su estirpe: la salida del barrio, de la miseria, del destino que le tocó a él mismo, camionero, buscavida como cualquier cubano. Y, por supuesto, la salida de Cuba.

El padre que construye Santiago Alfonso está tejido a través de pocos pero suficientes recursos. Alfonso no tiene la capacidad camaleónica, siempre ajustada a las necesidades de la situación y la escena, que exhibe Laura de la Uz, ni la naturalidad del niño Edison Manuel Olvera, ni de Keivin Martínez, que interpreta al joven Acosta. Porque el personaje del padre es el verdadero sujeto trágico de este relato, al tiempo que el enigma de esa tragedia.

Con esos ingredientes, la parcialidad del guion de Laverty es lo que impide que Yuli sea un drama contenido y revelador, para en cambio transformarse en un melodrama honesto. Uno con diversas líneas de relato que debilitan la fuerza del tema central, con golpes de efecto casi fuera de lugar (la historia de locura y suicidio de la hermana acaba siendo gratuita, de tan folletinesca), que dividen el interés en varias direcciones y acaban haciendo de la historia de Acosta –casi– la de un triunfador más.

Yuli - Trailer (HD)

No obstante, todo final feliz tiene un costo para la complejidad de cualquier relato. Sobre todo cuando por el camino quedan preguntas sin responder. La principal: ¿Por qué Acosta tenía que irse de Cuba? ¿Porque en un país tercermundista con una compañía de ballet de rango mundial su techo le quedaba muy bajo, o porque siendo negro en un país de bailarines blancos… su destino iba a ser de eterno segundón?

El libro de Acosta es algo más explícito en ese sentido, pero una de las falencias de Yuli a la hora de expresar con complejidad la realidad de Cuba (algo que hace bastante bien, mejor incluso que muchas películas cubanas) está en obviar que el drama de Acosta es mucho más duro porque al bailarín no le quedaba otra opción que marcharse.

Ese asunto queda abocetado en la mención que hace su maestra del bailarín negro que no pudo tomar el rol principal en Romeo y Julieta; “porque quién lo concibe: un Romeo negro…”. Y se atisba también en la escena en que Acosta y su padre esperan por la autorización para salir de Cuba contratado por una importante compañía extranjera. Tensos en la mansión del Ballet Nacional, ante una oficina tras cuya puerta entreabierta se toman decisiones sobre vidas y carreras.

Esos bordes filosos de la realidad que el guion decide obviar son la zona más oscura de Yuli. O de lo que está detrás, incluso debajo, de la superficie de este biopic. Porque Yuli es al cabo una película linda, bien contada, con uno de los trabajos de producción más serios del cine cubano independiente y una labor de casting casi impecable. De la que el espectador sale reconfortado, feliz de saber que ese chiquillo se salió con la suya, pero sobre todo que por el camino el personaje no perdió lo más valioso: su penacho, como gustaba decir Cyrano de Bergerac.

El bailarín y coreógrafo cubano Carlos Acosta habla en la conferencia de prensa del filme "Yuli", en el 40 Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana, junto a otros miembros del equipo del película. Foto: Otmaro Rodríguez.
El bailarín y coreógrafo cubano Carlos Acosta habla en la conferencia de prensa del filme “Yuli”, en el 40 Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana, junto a otros miembros del equipo del película. Foto: Otmaro Rodríguez.

Quizás la decisión estructural más riesgosa de la película era convertirla en un texto doble, que se construye como un flashback. Riesgosa, porque sostener ese ir y venir entre el pasado y el presente del personaje acaba por hacer perder fuerza, intención y agarre al relato. Porque la interpretación de Acosta de sí mismo no es todo el tiempo feliz, rodeado como está de actores que brillan. Y porque si bien la impresionante calidad danzaria de los bailarines que montan la coreografía en la película (en realidad, algunas de las figuras jóvenes más valiosas de la danza cubana de hoy) tiene su atractivo propio, el pulso narrativo se resiente y agota, la película afloja el nudo correoso de interés de su primera hora y pierde fuelle en la segunda.

Pero insisto: a pesar de todo, incluso de la parcialidad con que Bollaín y Laverty deciden modelar la presunta heroicidad de Acosta, siento que estamos ante una historia muy triste. Que Yuli es una alegoría terrible del destino cubano. Primero, porque Carlos Acosta perdió demasiado para ganarlo todo. Y porque los cubanos nos lo perdimos a él. No lo vimos triunfar en sus roles estelares. No lo vimos hacer de Romeo, con todo y su pelo ensortijado y su tez oscura. Ni pudimos asistir una noche de sábado a alguna temporada de su compañía. Menos aún leer su libro de memorias, al que acabaron por hacerle esta versión fílmica un puñado de productores europeos.

Yuli, la historia de un hombre que tuvo que vencerse a sí mismo y a su circunstancia para hacer de su cuerpo un monumento a la magia de la danza, al capricho de la anatomía humana liberada, es también la fábula de un descendiente de esclavos que tuvo que regresar al sitio de donde vinieron quienes esclavizaron a su raza para escuchar los aplausos que en su tierra le negaron.

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