Campeón de medio mundo

Cuando David Bronstein falleció, por allá por el año 2006, las piezas del ajedrez –del estirado rey hasta los míseros peones- vistieron de luto riguroso, porque acababa de irse uno de los tipos más carismáticos del juego.

“No diga que soy un genio ni cosas por el estilo. Diga simplemente que yo entendía la lógica del ajedrez, y con eso me habrá definido perfectamente”. Así le dijo un día a un periodista, empeñado como siempre en presentarse como un jugador más imaginativo que potente.

Sin embargo, hay razones –sencillamente, sobran- para endilgarle el mismo calificativo que acompaña los nombres de personajes como Capablanca, Fischer y Kasparov. Por doquier aparecen: las vemos en su infinita combinación contra Rojahn, su partida inmortal versus Paul Keres, su enfoque posicional del Gambito de Rey, su tremebundo plan contra Lutikov, sus cotejos salvajes ante Ljubojevic y Bent Larsen, su locura bendita frente a Furman…

Todo el mundo le debió un elogio a Bronstein. El mejor, quizás, el de Petrosian: “Los jugadores jóvenes creen que el ajedrez moderno empezó con cosas tales como el Informator –apuntaló el armenio-, pero los jugadores de mi generación sabemos que empezó con Bronstein”.

Creativo como (casi) ninguno, arriesgado como (casi) nadie, Bronstein constituyó esa clase de talento pleno de rafagazos de originalidad. Cito, y es suficiente muestra, su ya mítico hábito de tardar largo rato en consumar el primer movimiento de las blancas, con la mirada lela en los trebejos. Tanto, que alguna vez, con Boleslavsky enfrente, demoró 45 minutos en mover su peón rey a la casilla “e4”.

Muy cerca, demasiado, estuvo de coronarse el ucraniano. A tal punto que se le bautizó como “campeón de medio mundo”, dado que su duelo con Botvinnik terminó empatado a cinco éxitos por bando, con 14 empates.

La historia había comenzado con su triunfo en el torneo de candidatos de 1950, el primero que se disputaba de forma oficial en la historia. En el invierno del año siguiente, Moscú acogió el dual meet entre dos ajedrecistas de estilos contrapuestos: de un lado, la imaginación del retador; del otro, el pragmatismo extremo del monarca.

Fue un match lleno de alternativas, con un tramo final al que Bronstein llegó ganando por un punto a falta de solo dos partidas. Pero el patriarca lo venció en la penúltima aprovechando sus alfiles, y el cotejo definitivo apenas deparó unas misteriosas tablas sin pelea. Así, igualado el score, el campeón –tal como estaba estipulado entonces- conservó su reinado.

Sobre esta batalla se han escrito millares de páginas. Dicen que a Bronstein se le obligó a perder para que no opacara la imagen de “héroe soviético” edificada en torno a Botvinnik. Al respecto, él mismo declaró:

“La única cosa que estoy dispuesto a decir acerca de esto es que yo estaba sometido a una presión psicológica -desde varios frentes- tan grande que dependía totalmente de mí dejarme vencer o no por esa presión. Dejémoslo así”.

Sin embargo, su esposa fue unos metros más allá:

“Si el hijo de un ‘enemigo del pueblo’, judío para más señas, que había escalado subrepticiamente hasta el pináculo de la pirámide del ajedrez, se coronaba campeón, tal acontecimiento habría sido considerado un fallo del sistema, especialmente si el historial familiar del nuevo campeón hubiera llegado a ser de dominio público”. (El padre de Bronstein, Johan, había sido encarcelado bajo la acusación de “disidente”).

Pero lo más esclarecedor de todo es una anécdota que, como suele suceder en materia de buen ajedrez, involucra a Bobby Fischer. Cuentan que el norteamericano, todavía un adolescente, había quedado el borde de las lágrimas luego de ceder una ventaja clara frente a Spassky en Mar del Plata 1960, y que Bronstein se le acercó para decirle: “Oye, a mí me obligaron a perder un match entero, y no lloré”.

Años más tarde, Devik (como lo llamaban sus allegados) lo negó, pero explicó seguidamente:

“¡Claro que tenía miedo de ganarle a Botvinnik! Imagine lo que él significaba, era una gloria viviente, el orgullo de los soviéticos”, dijo, y colocando enfáticamente un peón blanco en a4 agregó: “¡A quien ganó varios campeonatos soviéticos!”; y luego, poniendo un peón en b4: “¡A quien se enfrentó exitosamente a la elite del ajedrez en Nottingham 1936!”; y colocando otro peón en c4: “¡A quien ganó el Torneo de Moscú 1935 y terminó victorioso en Groninga 1946!”; y con otro peón en d4: “¡A quien envió un telegrama al gran líder Stalin!”; y llevando un peón hasta e4: “¡A quien trajo el Campeonato del Mundo en 1948!”; y colocando otro en f4: “¡A quien era un incondicional apoyo del sistema!”; y con un peón en g4: “¡A quien recibió un coche por su victoria!”; y con el último peón blanco en h4, resumió: “¿Y quién era yo?… Una persona común”.

La disputa del Mundial’51 marcó el punto culminante en la carrera de Bronstein, que ya nunca gozó de otra oportunidad. Sus pésimas relaciones con el titular universal, aparejadas a su invariable negativa a incorporarse al Partido Comunista Soviético, provocaron que cada vez le concedieran menos invitaciones para viajar al extranjero. Para colmo, era amigo confeso de Viktor Korchnoi, un desertor cuya carta de condena se negó a firmar en la segunda mitad de los setentas.

Genio y figura, pues. Hoy, en Sangre sobre el Tablero, disfrute este duelo-miniatura versus Efim Geller, un recio jugador que ganó par de veces el campeonato de la URSS, fue candidato al trono entre 1953 y 1971, y cerró su expediente con saldos positivos ante monarcas de la estatura de Botvinnik, Smyslov, Petrosian y Fischer.

Blancas: D. Bronstein. Negras: E. Geller.

1.d4 Cf6 2.c4 e6 3.Cc3 Ab4 4.a3

La Variante Saemisch de la Defensa Nimzo-India.

4…Axc3+ 5.bxc3 0–0 6.f3 d5 7.cxd5 exd5 8.e3 Af5 9.Ce2 Cbd7 10.Cf4 c5 11.Ad3

11

11…Axd3 12.Dxd3 Te8 13.0–0 Tc8 14.Tb1

14

14…Da5 15.Txb7 Cb6 16.g4 h6 17.h4

17

17…cxd4 18.g5 dxe3 19.gxf6 Txc3

En caso de 19…Dc5, entonces 20.Te1 Dxc3 21.Dxc3 Txc3+-

20.Dg6!

20

Sencillamente hermoso y destructivo. La captura de la Dama dejará agonizante al adversario. 20…fxg6 21.Txg7+ Rf8 22.Cxg6#

1–0

LA FRASE: “La creatividad y el miedo son elementos incompatibles en el ajedrez”. David Bronstein.

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