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El lector ideal de Sexo de cine (Ediciones ICAIC, 2012), de Alberto Garrandés, es el tipo que va al cine a pajearse: el “Vagina Destroyer”. Lo que no quiere decir que Sexo de cine no sea —literalmente— la autopsia más vivaz y sudorosa hecha por un cubano a la cinematografía contemporánea. Ya sea para ocuparse del sadomasoquismo de una inquietante profesora de conservatorio, especialista en Schubert, que se hace cortes con hojas de afeitar en el pubis (véase: Michael Haneke, La pianista); o del entendimiento de Rocco Siffredi: “Para entrar en el culo de una mujer primero tienes que entrar en su cerebro” (Catherine Breillat: Anatomía del infierno); o de la inmunodeficiencia moral de las películas de Larry Clark; o las explícitas parafilias de Anticristo que, al ritmo de Händel, solo hicieron verdaderamente feliz a Lars von Trier.

Así, el libro es una suerte de Mediateca Sexual Contemporánea con un único prócer siempre erecto: el espectador. Y para él, Garrandés lleva el ensayo a un nuevo nivel de intimidad: nos escolta más allá de la habitación y nos mete en el cine. Porque no hay terreno más fértil para la siembra y cosecha de espermatozoides que el Chaplin o el Payret.

Alberto Garrandés, para definirlo mal, es un “pornópata”, pero ya hablaremos de eso. Alcance con decir por ahora que Garrandés es lo que es porque un día empezó a devorar pornografía y no paró nunca más. Esa es su endorfina: exponerse a la benéfica radiación de Abella Anderson. Pornoterapia en lugar de quimioterapia. (En el campo de la farmacopornografía, son conocidos los aportes de la Universidad cubana de las Ciencias Informáticas. Sí: a pesar de su origen y formación teórica, un grupo de científicos de la UCI demostró —en “la práctica”— que la videopenetración es tan estimulante para el lóbulo suboccipital y sus alrededores como mecaniquear el Linux.) Por eso, su primera reacción es escribir un libro sobre el “sexo que está hecho de cine”. La misma senda por la que había transitado, once años antes, Roberto Bolaño con su “Prefiguración de Lalo Cura”: curiosa mezcla de ficción y sinopsis de películas XXX para contar la historia de la Productora Cinematográfica Olimpo, esto es: la historia del porno latinoamericano.

Pero Sexo de cine, tranquilos, no es eso. Y cuando digo “no es eso”, quiero decir exactamente: que no es un libro con el polen de la pornografía. (Aunque asoma la cabeza con Ecstasy in Berlin 1926, un engendro softcore que intenta pasar por un porno de los años veinte.) Lo que hay en él es erotismo. Prosa preseminal. Sí, Garrandés no puede dormir y, en lugar de contar ovejas, comenta escenas de películas que hoy forman parte de los efectos secundarios de la cinefilia: la del joven que escribe —en The Pillow Book— un Padrenuestro sobre el vientre y los senos de Nagiko y después los lame; la del perrito y la chica desnuda en Molina`s Ferozz; la de la barra de mantequilla en El último tango en París; la de Bibi Andersson y Liv Ullmann en Persona; y los strip-teases ginecológicos de Les Anges exterminateurs que muchas chicas imitaron en la intimidad. Escenas vasculantes y de rápido acceso al cerebro que Garrandés comenta guiado por el piloto automático del sexo.

Del libro me llaman la atención tres cosas:

Una, el poderoso magnetismo que ejerce la sexualidad cuando irrumpe en un mundo tan cerrado y mataplacer como el ecosistema editorial cubano, donde la mayoría de los libros juegan a lo mismo: a castrarnos.

Dos, lo que Garrandés le hace al encéfalo del lector. Cosa extraña: hasta ahora nuestros críticos cinematográficos han sido utilizados por el espectador como señuelos: le sirven para huir de lo que ensalzan y acaso acudir a lo que denuestan. Ejemplo al azar: mientras un presbítero del audiovisual cubano recomienda —a capa y espada— El viajero inmóvil, de Tomás Piard, el público en el cine se las ve con inundaciones, sequías, súbitas cristalizaciones y un río que surge de la nada y arrastra a los valientes, empapados, fuera del recinto. Sin embargo, los greatest hits del sexo garrandesco se han ganado al espectador. (Naturalmente, la publicación de Sexo de cine ha contribuido a elevar el nivel de efectividad del pajeante promedio.) Imagino a todos esos cinéfilos de última tanda, inequívoco aspecto “Ultimate Sex Machine” —el cine es el Payret—, en la reposición de Wild at Heart, de David Lynch. Imagino a esos tipos en la piel de Nicolas Cage cuando Laura Dern sube a su cuarto, se desviste y, muy abierta (el espectador no ve nada porque nada se muestra), le dice: “Dale una mordida al durazno”. Sorprende imaginarlos contentos porque pasan alguna de Patrice Chéreau. “Esta es muy buena”, le dice el pajeante A al pajeante B, “mira lo que comenta Garrandés”. Y abre la página de Sexo de cine dedicada a Intimacy:

El sencillo y denso asunto de Intimidad es el de la articulación sexual, somática —piel con piel— de un hombre (Jay) y una mujer (Claire) que se reúnen los miércoles para tener sexo.

Y juntos, A y B, entran en el Payret para verificar cuántos miércoles caben en una hora y media de cine francés.

Tres, la ausencia crónica de películas cubanas, con la excepción de los fogonazos brillantes de Molina, los desmanes de Tomás Piard, y alguna otra penosamente arrebatada a nuestra cinematografía.

Pero más allá de estas inquietudes, Sexo de cine ofrece todavía algo más. Porque también puede leerse como una —otra— autobiografía de Alberto Garrandés. Alternativa, pero evidente: su historia como espectador. Por ejemplo, uno descubre que a Garrandés casi no le gustan las películas, más bien le interesan. Probablemente esto tenga que ver con su carácter de pope de la crítica profesional, y con los cuatro o cinco problemas básicos que tiende a buscar —y a encontrar— en todos los objetos con los que se cruza: el erotismo, la escritura, el sexo y el lenguaje, la pornografía, la transgresión, etc. De modo que las películas que le interesan son las que por alguna razón conectan con esos problemas. Y supongo que sea ese el motivo por el que aparece en su libro El viajero inmóvil. Solo cinco minutos —la secuencia donde Cemí contempla a las parejas acariciándose tras el altar mayor de la Catedral de La Habana—, que resuenan en Garrandés porque descubren un problema equis, hacen que esta película espantosa (con los cameos más insospechados de la historia del cine cubano) esté en el libro.

Entonces, el nombre en la portada —flotando sobre una barra de mantequilla marca Pepe Menéndez— es el de Alberto Garrandés. Pero podría ser el de Sade (Sexo de cine es lo más parecido a Las 120 jornadas de Sodoma publicado en Cuba. Un esfuerzo por imaginar y por mostrar, con una precisión estadística, la suma total de todas las modalidades de placer —y dolor— sexuales a la que el cuerpo humano puede someterse en el cine. Sin Sade, pero con David Lynch, Catherine Breillat y David Cronenberg. Un best seller en el género de ensayo.)

O el de Damien Hirst (Tengo en mente la pieza “Deseando una total y absoluta supresión del dolor”: un cubículo transparente en el que truenan cuatro televisores a todo volumen, emitiendo sin parar publicidades de analgésicos: aspirinas, Tylenol, Nurofen, etc.) Porque uno abre Sexo de Cine y las páginas también comienzan a emitir cosas, escenas megaeróticas a las que el espectador es felizmente adicto. Y después entra en el cine y —efecto Garrandés—, a los pocos segundos de estar allí, la oscuridad resulta fecunda.

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