Situación del joven periodista

Variación desde una foto de Chema Madoz

Variación desde una foto de Chema Madoz

                                     A los doblados, a los desdoblados

Hay una escena que me persigue, que regresa como el péndulo de un reloj enorme a golpearme en el costado cada cierto tiempo. (El símil es del todo gratuito, desmesurado, y huele ridículamente a Poe, pero me han entrado ganas de comenzar así). En puridad no se trata de una escena, sino de muchas, pero que vienen a esbozar más o menos la misma situación. Como si un cineasta decidiera filmar la misma idea de diferentes modos para elegir más tarde la versión definitiva. El único personaje que se repite soy yo (luego me veo, ya desde afuera, desdoblado como ahora, a través de la pantalla).

Todos, de alguna manera, somos perseguidos por la situación. Cada quien por la suya, me digo.

1) Estoy en la sala de la casa de una amiga de mi madre. Ellas dos conversan y se ponen al día. El atraso es de años, así que esto lleva tiempo, y yo me mantengo callado durante una hora. Bla, bla, bla… La amiga decide darme una oportunidad y le pregunta a mi madre (aunque mirándome) cómo se me ocurrió estudiar Periodismo a mí, un niño tan inteligente (mi madre, claro, ha deslizado esta idea durante la conversación), en un país como este. Yo le contesto que el Periodismo es el mejor oficio del mundo, según García Márquez, pero ella me mira con cara de quien sabe que estoy pasando gato por liebre, o pollo por pescado. Le digo entonces que las cosas en la prensa no están bien, pero qué cosa anda bien, lo que se dice bien, hoy por hoy, y además afuera está el mito del cuarto poder, del Watch Dog pero eso, sobre todo, es humo para nublar la vista frente un montón de injusticias; digo todo esto de un tirón, sin saber por qué me he puesto a la defensiva y por qué no puedo parar de decir todas esas estúpidas verdades (eso son), y agrego que las cosas aquí pueden ir cambiando, que uno puede ser parte de ese proceso, que por eso, quizá, estudié Periodismo, aunque no lo sé bien. La mujer deja de mirarme y se pone a hablar con mi madre de cualquier cosa. Cuando vengo a darme cuenta ya las he interrumpido de nuevo y lo he confesado todo: “La verdad es que yo no soy muy inteligente que digamos”.

2) Voy caminando por una calle de una ciudad del interior, donde la gente todavía se sienta en el portal a ver los otros pasar. Me llaman, y es una muchacha que no veía desde el preuniversitario. Me paro a saludar y ella me presenta a su padre, que está allí, aburrido, pero que se anima de repente cuando escucha que estudié Periodismo: “Oye, compadre, por qué nadie dice lo que hay que decir…” (nada original el hombre). Yo pongo cara de circunstancias (si es que esto quiere decir algo), y él se lanza a contarme las novedades: que ni la televisión ni los periódicos critican los precios de la carne de puerco o de Etecsa, ni despedazan, como se merecen, a los corruptos de este país, que se pierden la cerveza y los condones y nadie dice nada, que por qué tanto misterio con el cable de fibra óptica…, y que, por favor, yo no vaya a ponerme a decir mentiras, o a callarme las verdades, y que diga lo mala que está la cosa… Yo le contesto que sí, que a veces sí se dice algo, pero que no, que es cierto, que no se puede decir todo, aunque yo no tengo culpa de eso porque yo escribo casi siempre sobre política internacional.

3) Tuve una charla parecida con un ilustre desconocido (creo que el amigo del novio de una amiga) mientras merendábamos en Coppelia. (A mí no me interesa mucho el helado; solo estoy siendo estrictamente polite cuando acepto estas invitaciones). No lo recuerdo, pero el helado pudo ser de esa menta dentífrica que hemos conocido en Coppelia y, en ese caso, aquella clasificaría como la peor tarde de mi vida. La memoria es selectiva, y tal vez por eso yo he olvidado los detalles.

4) Como en una historia de Abelardo Castillo, estoy metido hasta las cejas en la doble madrugada del tiempo y de una borrachera casi feroz. Pero en lugar de ser un alma solitaria vagando en la noche (como le gustaría al escritor argentino), estoy sentado en una acera o en un parque de La Habana, charlando con colegas y fumando con los ojos cerrados. Alguien viene y pide fuego. Sin que yo sepa cómo, el tipo se entera de que somos periodistas y empieza a hablar bien de la libertad de expresión y mal de nuestras taras gremiales. Todo muy lógico. Yo abro los ojos –es un mulato joven y está vestido como Tego Calderón, supongo- y me levanto, le tiro el brazo por encima de los hombros, lo arrastro amablemente hasta el medio de la avenida y le digo que se exprese en total libertad, que yo estoy allí para apoyarlo. Lo abrazo un poco más fuerte y le sugiero a los gritos que grite, por ejemplo, Abajo el Gobierno. Creo que fue así; hay cosas de esa noche que no recuerdo. No recuerdo los ojos de Tego Calderón (los he imaginado despavoridos para darle más sentido a mi proeza), pero sí su risa nerviosa y, sobre todo, que no gritó nada. Nada. Espero que ahora sea más empático con los periodistas. Espero que haya entendido que la atrofia en la expresión es un problema de todos. Espero haberle aclarado también que yo no soy lo que se llama un disidente. Aquello fue solo un performance alcohólico.

5) Hay otra noche en que las circunstancias cambian algo, pero no demasiado. Es una fiesta donde la mayoría pertenecemos a ese subgénero humano que integran graciosamente los periodistas jóvenes cubanos (la descripción siguiente puede ser incompleta o injusta, pero es lo que hay): todos más o menos frustrados y petulantes, más o menos lúcidos y bipolares, casi siempre cínico-soñadores (que es una grave condición autoinmune), la mayoría atacados de onanismo seudointelectual, todos invariables creyentes en la posibilidad de un mundo mejor y abúlicos emborronadores de cuartillas pautadas, lerdos y hermosos como polímitas pictas… Esta vez uno de los invitados –cirujano o pescador de clarias, algo así- no solo se empeña en demostrarnos que no honramos el compromiso debido a la comunidad al acatar, dóciles, ciertos límites, sino también que faltamos a la ética periodística cuando hay moscas y mucha pobreza en la casa de un ciudadano ejemplar y ponemos en nuestro presunto, e inusitado, reportaje que hay moscas y mucha pobreza en la casa de ese ciudadano ejemplar. O sea, no es ético mezclar la supuesta ejemplaridad, el discurso del héroe moral, con una descripción naturalista de la muy frecuente degradación material. Desde su altura de cirujano –tan hipocrático- o experto ensartador de clarias nos cae una contradictoria lluvia de argumentos. Discutimos un buen rato. Estábamos tan bien, olvidados de nosotros mismos, antes de empezar… Por fin, yo decido asesinarlo. Pero el tipo se salva porque ya se está yendo y porque cuando me abalanzo hacia él tropiezo con el vaso de whisky baratísimo que había perdido hace rato en medio de la controversia. Las rocas de hielo se han derretido, pero eso sí tiene solución, pienso.

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