De paso por el confesionario

Abro el Facebook y veo a un amigo proclamando que “Vallejo es el poeta más grande que ha existido”. Yo comparto la idea, pero entiendo que muchos la rechacen alegando que tal o más cual fue superior. Es criterio de ellos, y lo respetaría a menos que su candidato fuera Kahlil Gibran, Yiannis Ritsos o Juan Gelman. ¿Que proponen a Elliot? Perfecto. ¿Que Cavafis? También aceptado.

Vivimos en un mundo en que el respeto a la opinión ajena garantiza (debe garantizar) la paz. Ya sé que a veces da trabajo. Por ejemplo, cuando en el CDR acuerdan destupir las tuberías el día de tu cumpleaños, y te llaman temprano, tempranito, para que pases la mañana y media tarde en poses de plomero. O cuando tus colegas se confabulan para decir que la victoria en un juego amistoso de pelota significa un asunto de principios. Porque es contra los americanos, apostillan.

Cada quien con sus gustos y disgustos. A fin de cuentas, se trata de un mundo plural atestado de gente singular, y mientras unos van a conciertos de Ed Sheeran, otros optan por oír a 50 Cent. Son sus derechos mondos y lirondos, y contra eso no hay fuerzas del orden ni códigos penales.

Porque, a ver, ¿quién va a decirme que me tiene que gustar el reguetón? ¿Quién me va a reprender porque prefiera, sobre el cine de Hollywood, el europeo? ¿Quién está facultado para adoctrinarme sobre las bondades del trabajo voluntario, el deporte amateur o el rasurado de los vellos púbicos?

Yo también tengo apegos y aversiones. Como usted. Como todos. Y si no le es molestia, a seguidas le enumero unos cuantos (la verdad, desconozco para qué pueden servirle, pero a mí van a salvarme la columna de este viernes).

Me gusta que me lean, da lo mismo si para criticarme o aplaudirme, aunque esto último resulte infinitamente más estimulante. Me aterra imaginar que los lectores vean mi trabajo con la expresión indiferente de un caballo ante una ventana de aluminio.

Amo a los tip@s franc@s, capaces de perder veinte batallas en el empeño valeroso de imponerse en una sola, decisiva. Odio el discurso patriotero, ese que se pronuncia más para congraciarse con algunos que para llegar al corazón de los demás, la mayoría.

Profeso una afición notoria por el sexo, del voyeurismo a la masturbación, y del ménage à trois hasta la poética del contra natura. Me parece un absurdo feroz limitar la creatividad al mero cambio de escenarios y posturas.

Siento predilección por las camisetas de los Yankees, la mística que envuelve a La Masia, la humildad de Leinier, la imagen de MJ, pelada la cabeza, medio metro de lengua colgándole en la boca, los rivales desperdigados por la cancha y él con el “23” al lomo dando un salto felino rumbo a Dios. Detesto a Petrosian, por aburrido, y al pobre Asafa Powell, tan rápido y tan débil.

Me encanta Irina Shayk, pese a su madridismo, y deploro esto último, por su vinculación histórica con Franco. Me conmueven las manos de los niños, el cielo grisáceo, las personas al borde de la muerte y sin saberlo. Soy enemigo de los noticiarios, desconfío de aquellos que no miran a los ojos y le temo al aullido nocturno de los gatos.

Adoro la forma en que sonríes, y la nieve, ciertos olores clásicos y el momento en que Michael Corleone, el chico bueno, le regala un balazo en la frente a Sollozzo, y después otros dos –uno por la garganta- al infame McCluskey. Aborrezco perder, me dan asco los platos (y los seres) grasientos, me indigna que haya calles que tan solo se arreglan cuando viene una visita relevante…

Ya decía: cada quien con sus gustos y disgustos. Cada uno subido a la terca barcaza de sus preferencias, navegando con la bandera del respeto izada. Si Mariah Carey quiere bañarse en agua mineral francesa, que lo haga. Si Eric Clapton decide vender la guitarra de Tears in Heaven, para eso es su guitarra. Go ahead, Mr Clapton! Adelante, Mariah, y no cierres la puerta por si acaso. Did you hear me?

Salir de la versión móvil