Entre Abstemisa y Kurdistán

Si usted no ve bien esta foto, significa que todavía usted está "contento" desde anoche. ¡Feliz 2016!

Si usted no ve bien esta foto, significa que todavía usted está "contento" desde anoche. ¡Feliz 2016!

 

Por muy cruel que parezca, la matanza se cuenta entre las prácticas más socorridas en las celebraciones de fines de año. El país se transforma en puñalada, y en cada cuadra –en cada Comité- se oye el canto de cisne de un cochino. Que muere vulgarmente, dicho sea de paso, porque nació sin alas, y sin pico, y no tiene el cuello largo de los cisnes.

Ahora bien, lo más común por estas fechas (más aún que el olor de las carnes asadas o el pregón del vendedor de yuca a sobreprecio) son el alcohol embotellado y el borracho, que es su derivación sonora y abrumada.

Tal vez me lee un abstemio. En tal caso, discrepará conmigo cuando escriba que la imagen del curda es tan imprescindible al Fin de Año como los paños blancos a la gloria del viejo Zurbarán. O el gabán a la ‘pinta’ de Pedro Navajas. O el trago a la garganta del bolero.

Porque el alcohol limpia la voz y hace cantar. Es por eso que los 31 de diciembre, cuando asoma la noche, este país parece un coro enorme, anárquico, espontáneo, que se afana en desengañarse de bares y cantinas, desear que se abra la tierra y te hundas en ella, o seguir siendo el rey tras rodar y rodar, rodar y rodar.

Son milagros que obra la deshinibición. Es el modo que encuentra mucha gente para arrasar los límites del raciocinio y entregarse a una exquisita libertad que les abre de golpe las ventanas del alma. Emborracharse, sí, huele a escapismo, pero quién no ha querido escapar alguna vez. Ya lo decía el indecente más universal, Charles Bukowski: “Cuando bebes el mundo todavía está ahí afuera, pero en ese momento no te tiene cogido del cuello”.

Atención: yo no estoy abogando por el vicio, sino haciéndole muecas a un fingido concepto del pudor. Hay quienes ven en la bebida un crimen, y miran sobre el hombro sin saber -pobrecitos ignorantes- que ese hombre pasado de copas en el bar, entornados los ojos, enredada la lengua, pudo ser Hemingway, Faulkner, Baudelaire, Fidelio Ponce, Dylan Thomas, Fitzgerald, Verlaine, Steinbeck, Poe, Carlos Enríquez, Jack London, Ambrose Bierce, Martí…

Muchos tragos solía tener mi alma gemela, Manuel González Bello, cuando “pintaba” las irrepetibles Crónicas del Sábado. Lo recuerdo clavando su mirada azul en la pantalla, una mano al teclado, la otra mano en el vaso, el cigarro encendido y humeante, y él buscando la idea que siempre encontraba entre la barahúnda loca del alcohol. Al otro día, el lector celebraba sin saber que ese ingenio –el más grande que ha gozado nuestra prensa- dimanaba del ron.

Si usted milita en el partido abstemio y no lo cree, lo remito a este párrafo del célebre siquiatra Donald Goodwin: “Escribir es una forma de exhibicionismo; el alcohol desinhibe y saca fuera ese exhibicionismo. Escribir requiere interés en la gente; el alcohol incrementa la sociabilidad. Escribir implica imaginación; el alcohol promueve la fantasía. Escribir requiere confianza en uno mismo; el alcohol genera esa sensación. Escribir es un trabajo solitario; el alcohol mitiga la soledad. Escribir demanda una intensa concentración; el alcohol relaja”.

Pero los puritanos, desde sus atalayas hipócrita-burguesas, prefieren ignorar esas verdades. Si son cultos recitan a Li Bai, olvidando que el chino se ahogó al tirarse al agua para abrazar el reflejo de la luna, ebrio. Si románticos, pues hablan de Catulo, un borracho confeso. Y en el capricho de parecer originales citan a Jack Kerouac (“bla-bla-bla-bla”), quien escribió que “soy católico y no puedo suicidarme, pero mis planes son beber hasta la muerte”.

Atención otra vez: yo respeto y entiendo necesarias las campañas antialcohólicas. Tampoco a mí me agradan las escenas del tipo que confunde la calle con el baño, se violenta sin causa o convierte la pedantería en procedimiento cotidiano. Yo estoy en contra de esa especie de bebedor oceánico que desconoce el fin de la aventura y entra en los mares del ridículo con expresión de navegante imbécil. Yo también hago votos por la vida.

Lo que ocurre es que me disgustan los extremos, y Abstemisa se me antoja peor que Kurdistán. Por eso, antes que someterme a la monotonía de una existencia ‘a secas’, elijo esta maravillosa forma del suicidio –un lúcido lo dijo- en la que se te permite regresar a la vida y comenzar de nuevo al día siguiente.

Ojalá que a Manolo no lo hubiera matado la bebida para decirle adiós a 2015, tan felices como antes, con un trago.

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