Examen oral

 

Linda Lovelace in memoriam

De antaño, el hombre ha tenido predilección por instalar la boca en las partes pudendas de la mujer, y viceversa. De la consumación de tal antojo hay testimonios en grabados egipcios, vasijas griegas, cerámicas peruanas, pinturas japonesas como los Shungas exquisitos… El Kamasutra indio describe ese acto con tantos pormenores que podrían erotizar a un Marpacífico. Definitivamente, el sexo oral ha sido una obsesión.

Ni siquiera la Biblia estuvo ajena. “Tu vulva es un cántaro, / donde no falta el vino aromático”, reza en el Cantar de los Cantares. (Mojigatos, los traductores prefirieron ‘ombligo’ en vez de ‘vulva’, pero todos sabemos que el ombligo carece de fluidos, como no sea en el caso de infecciones). Paul Avril, ese genio olvidado, nos heredó episodios innombrables con chiquillas de bocas abiertas y ojos entornados. Y Guillén, el de Cuba, despreció la pureza de la mujer que nunca lamió un glande, y de aquellos que jamás succionaron un clítoris. A veces me pregunto en qué pensaba Góngora cuando escribió “La dulce boca que a gustar convida”…

De ella hacia él, la felación, en cuya esencia se conjugan poderío y vulnerabilidad. En dirección contraria, el cunnilingus, que en la Roma Imperial era sinónimo de degradación y privaba a su practicante de derechos elementales como el voto. Dos artes en permanente desarrollo. Carne sobre carne derivando en placer, con la cama, la ducha, la calle, el carro, el matorral como escenario, y un montón de variantes que van desde la dócil postura de rodillas hasta la autoritaria cabalgada sobre el rostro, sin ignorar ese modelo de reciprocidad comercial que es el 69, quid pro quo en su faceta más satisfactoria.

Ella, él y sus bocas. Cada bando es sublime en lo que hace, más por instinto básico –tú sabes- que por conciencia de que hociquear en los genitales ajenos previene la depresión y la ansiedad, retarda el envejecimiento, mejora la salud cardiovascular y estimula el buen humor. Es más: dicen que la simiente del varón es nutritiva (a mí ni me pregunten). Como escribió la doctora británica Miriam Stoppard, “una cucharadita de semen contiene la misma cantidad de proteínas que la clara de un huevo. Sin embargo, su obtención puede ser mucho más divertida”.

Hace tiempo leí que Michael Douglas había atribuido al sexo oral su cáncer de garganta, y no pude evitar imaginarme a Catherine Zeta-Jones, su esposa, con las piernas abiertas en modo Wu Zetian, aquella emperatriz china del siglo VII que obligaba a todo dignatario visitante a reverenciarla con la realización de un cunnilingus. La verdad, sentí envidia del afligido Michael…

Pero como vivimos en sociedades machistas, siempre las felaciones atraen (escandalizan) más. De ahí que el caso Zetian sea una bagatela cuando lo comparamos con el de Cleopatra, capaz de administrarle sexo oral a cien soldados romanos en solo una noche –he aquí el antecedente histórico de los bukkakes de hoy. O el de Mónica Lewinsky, la feladora presidencial de William Clinton, que desató el famoso Zippergate por regalarle lo mejor que sabía hacer, a juzgar por el contorno de sus labios. (Total, Osiris regresó a la vida después de que Isis besara su pene esculpido en arcilla, y hasta el día de hoy, que yo sepa, nadie calificó de obsceno o inmoral el mito).

A diferencia de la actividad masturbatoria, el sexo oral reclama dos actores (pueden ser por supuesto muchos más, pero ya con un par es suficiente). Aunque todas las reglas conocen excepciones: así, Ron Jeremy dejó para la historia una conmovedora escena de autofelación en Inside Seka, y mucho antes de él, el dios egipcio Atum eyaculó en su propia boca para luego escupir una mezcla de esperma y saliva de la que nacieron la diosa del aire, Shu, y la de la humedad, Tefnut.

Dicen las estadísticas que menos del uno por ciento de los hombres puede imitar las gestas de Jeremy y Atum. Dicho en pocas palabras: que no llegan. El consuelo es pensar que la culpa la tiene el tamaño del vientre.

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