Huevos

Podría sonar exagerado, pero la literatura de Borges confirma que rindió tanto culto al coraje como a las bibliotecas. Tal vez porque pasó su vida urdiendo endecasílabos -tan lejos de los gauchos y compadritos que admiró-, el argentino regresaba una y otra vez a la sublimación de las proezas militares, la exaltación de sus antepasados guerreros y el aplauso al valor de los hombres del arrabal y la llanura, aquellos que “morían y mataban con inocencia”.

Es así que la palabra espada aparece de continuo en sus versos y ficciones, con una frecuencia solo superada por sus archiconocidos fetiches: el tiempo, los espejos, el azar, los laberintos, la ceguera, la frustración, los tigres. Una cuarteta de milonga bastaría para enseñarnos cuánto justipreciaba Borges el humano ejercicio de la audacia: “Entre las cosas hay una / de la que no se arrepiente / nadie en la tierra. Esa cosa / es haber sido valiente”.

Es este uno de mis puntos de comunión más fuertes con el mejor prosista en lengua hispana del siglo pasado. Yo también siento que el atributo del coraje excede las virtudes de la inteligencia, y que –debidamente utilizado– puede incluso emular con ese pico alto que llamamos generosidad. El coraje solo tiene seis letras, pero su simbolismo engloba a todas las probables conjugaciones positivas de los alfabetos.

Desde los niños héroes de Chapultepec hasta Antonio Guiteras; desde la irreverencia de Rosa Parks subida a un autobús racista en Alabama hasta el arrojo exuberante de un puñado de soviéticos en la orilla occidental del río Volga, muriendo por oleadas ante el acoso nazi; desde el más ignorado alpinista hasta la niña que se encara con su padre alcohólico…, el valor siempre seduce. Regenera el orgullo. Hincha el corazón, que es su sinónimo. Y funciona, con distintos y distantes testimonios, como una fábrica de envidias en azul.

Si la Academia de la Lengua me pidiera conceptualizar la valentía con hechos reales y concretos, estos cuatro serían mis elegidos.

El Yankee eterno

Siempre vuelvo sobre el caso Lou Gehrig. Uno de los más grandes peloteros de la historia, el Caballo de Hierro se la había pasado despachando hits y bambinazos durante 2130 juegos sucesivos. No obstante, en mayo dos de 1939 él mismo solicitó estar fuera del line up. Se sentía cansado, tenía problemas para tareas elementales como atarse los cordones, y sumaba tan solo cuatro indiscutibles en 28 turnos oficiales. Los médicos diagnosticaron esclerosis lateral amiotrófica -una extraña enfermedad que debilita las células del cuerpo- y le pronosticaron no más de tres años de vida.

El terreno estaba listo para que jugara el desafío de su carrera, y lo hizo detrás de un micrófono, más bravo que ninguno, hablando menos con la voz que con el corazón y las hormonas. Repleto el Yankee Stadium, Gehrig dijo el discurso más famoso del deporte, coronado por aquello de “hoy me considero el hombre más afortunado sobre la faz de la tierra”.

¿Se lo imagina usted? Sabía que iba a morir muy pronto, estaba dando la noticia en público, y se sentía “the luckiest man”. Como pudo, el Caballo se enjugó un par de lágrimas, la multitud se enjugó miles, y él terminó diciendo que “pude haber dado un mal paso, pero tengo un montón de cosas por qué vivir. Gracias”.

Jamás hubo un estadio más estremecido. Ni tampoco una despedida más viril.

Con el pecho sangrante

Ocurrió de este modo: el 14 de octubre de 1912, el ex presidente Theodore Roosevelt llegaba a Milwaukee como parte de la campaña del Partido Progresista para las elecciones del año siguiente. Tras reunirse con sus colaboradores, todos se dirigieron al Hotel Gilpatrick, a cuyas afueras la gente lo esperaba.

Pero entre esas personas había un tabernero, John Schrank. Y el tabernero era anarquista. Y el anarquista portaba un revólver calibre 32. Y el revólver disparó a quemarropa contra Roosevelt. Y una bala halló espacio en el pecho de Roosevelt tras penetrar la copia de 50 páginas de discurso que llevaba en la chaqueta.

Contrario a la opinión de ir a ser atendido de inmediato, el orador asumió la tribuna con la camisa visiblemente manchada por el rojo de la sangre. Cazador veterano, lo primero que se le oyó decir fue: “Señoras y señores, yo no sé si ustedes saben que he sido herido, pero se necesita más que eso para matar a un alce”.

Luego empezó a leer. En las hojas que sostenía había un hueco, justo al centro, y cuentan que su voz se diluía a cada rato, transformándose en susurro. Así habló por espacio de más de una hora, y al final acabó desplomado ante la admiración de sus parciales. Y la mía.

Órdenes de capitán

Obdulio Varela no tuvo la elegancia de Zidane, ni las artes circenses de Dinho, ni el poderío atacante de su compatriota Luis Suárez. Varela descendía de africanos, españoles y griegos, lo conocían como El Negro Jefe y, aunque no rece en ningún libro de historia futbolística, fue la clave de aquel Maracanazo que devastó a Brasil.

Porque los libros hablan del gol de Alcides Ghiggia. Pero antes de que eso sucediera, todavía en el túnel de vestuarios, ya Varela había decidido la Copa Mundial del 50…

Eso, porque cuando el rugido de 203 850 fanáticos brasileños había hecho el trabajo de desgaste en el ánimo de los jugadores uruguayos, el capitán arengó a sus muchachos con unas palabras que le salieron áridas, calientes: “No piensen en toda esa gente –exigió Varela. No miren para arriba, el partido se juega abajo y si ganamos no va a pasar nada, nunca pasó nada. Los de afuera son de palo y en el campo seremos once para once”.

Y entonces, a modo de colofón, soltó la joya: “El partido se gana con los huevos en la punta de los botines”.

Ese día nació oficialmente la garra charrúa. Su padre tenía aquel nombre humilde, Obdulio.

El poeta y la muerte

Como siempre, fue vestido de negro. Como ya era habitual, montó el caballo blanco. Como nunca, salió al campo de batalla. A su lado, sin perderle ni pie ni pisada, cabalgaba Ángel de la Guardia Bello. Había, además, una emboscada en ciernes, y la escena debería rodarse en la ribera del Contramaestre. ¿Acaso puede haber más poesía en el preludio de una muerte?

Tres balazos tumbaron a Martí de Baconao, justo el día en que se bautizaba de guerrero. Uno le dio en el pecho; otro entró por el cuello; el tercero se le alojó en un muslo. Había sol, y el apóstol cayó héroe con la luz –toda la luz- sobre la cara. Él lo había prescrito de ese modo.

¿Cómo, si no portando flamas en el alma, sale un hombre a encontrarse con el fin inevitable? ¿Cómo, siendo la mar de lúcido, desobedece la orden de su general y se lanza a una carga enloquecida, amparado en un Colt que jamás ha utilizado?

Por encima del Martí prisionero, del Martí Delegado, del escritor, del líder, yo me postro –piedra negra sobre piedra blanca- ante el señor de luto que, trepado a un caballo de algodón, ensayó la fatal galopada convertido en el centro de todos los disparos.

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