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Víctor Mesa. Foto: OnCuba.

Víctor Mesa. Foto: OnCuba.

“Seis minutos de acción en un drama de tres horas y media”. De tal manera definieron una vez a la pelota, ese juego donde se resumen el sabor de la carne de puerco, la alegría de la rumba y el verdor de la Sierra del Rosario. Desde Matanzas, vía play off de la Serie Nacional, quiero abrir esta tarde el abanico de los principales personajes que salen a escena en el más cubano de los dramas.

El héroe: Este es uno de los tres grandes actores de la obra. Las más de las veces es un moreno que, madero al hombro, sale al centro del escenario para golpear la pelotita con la furia de un titán acostado sobre un colchón de hormigas. El héroe –único personaje que le saca aplausos a la grada- puede ser peludo o calvo, usar arete o no, llevar candado o barba, patillas largas o trenzas de pasas, aunque en ciertos lugares (por ejemplo, donde existen Direcciones Nacionales de Béisbol) no está permitida la diferenciación entre jugadores y todos, en sentido general, se parecen unos a los otros. Supongo yo que sea por respeto a la concepción del hombre-masa.

El villano: No hay tragedia (y la pelota lo es esencialmente) que no tenga en el centro de todo a un villano. Es decir, a esa figura que se lleva el abucheo, en el caso de quienes incumplen su misión en el partido, o lo que es aún peor, a un tipo –un directivo, un manager, un narrador- que concentra en sus huesos buena parte de las animadversiones. En el primer caso cabría citar al jugador que yerra en el intento de alcanzar la pelota con el guante, y también al que falla sistemáticamente cuando llega la Hora Cero (que no es más que la Hora de los Mameyes, pero sin mameyes). En el segundo caso cabe citar a Víctor Mesa.

El asesino: Es el último de los personajes protagónicos, o quizás, el secundario de lujo. Lo cierto es que, mientras la condición de los demás puede cambiar de una representación en otra, el asesino siempre es y será el mismo. Un tipo mucho más malo que el villano, con el agregado de que su vestimenta negra le da un toque permanentemente funerario. Cada vez que la tribuna considera que se ha equivocado –y ello ocurre con una frecuencia gigante, sobre todo en el teatro de la Serie Nacional-, se oye un coro espontáneo que grita “asesino, asesino”, para luego pasar a piropos más tiernos como “hijoeputa” o “mecaoentumare”.

El sabio: Un tipo clásico dentro de los personajes de reparto. Sabe más de dirección que los managers, domina mejor el pitcheo que los entrenadores y puede dar conferencias del arte de batear, no importa si en el auditorio se sientan el portentoso Omar Linares o el fantasma venerable de Ted Williams. Nada más él conoce todos los secretos del béisbol, de ahí que siempre dispone de la última palabra sobre por qué Jacinto Benavente está en slump o a qué se debe que barrieran a las Decepciones Azules. “Solo sé que lo sé todo”, dice para sí, a la espera de que un día lo capten para el cuerpo técnico del Cuba.

La chic: Se pasa el año quejándose de que el marido no la lleva a la pelota (que es el teatro favorito del marido). Un buen día, cansado de tanto reclamo, el pobre hombre decide invitarla al estadio. Ella entra feliz, esperando encontrar allí dentro un espectáculo ‘a lo Broadway’. O sea, lucecitas montadas para escena, música, sonrisas blancas como la nieve de los video clips. Pero sufre un disgusto alucinante, porque incluso las luces de las torres son escasas –la culpa es del bloqueo, claro está-, y hay sudor en los rostros, y hedores, y a la gorda que mueve las nalgas le faltan los dientes que concentran la sonrisa. “Ni siquiera venden piña colada”, lamenta mientras toma el celular, se pone los audífonos y le da “play” a un tema de Melendi.

El castigado: Las únicas dos cosas infinitas son el universo y la estupidez humana, afirmó alguien medianamente lúcido como Albert Einstein. Lo primero lo comprobó a mandarriazos de intelecto. Lo segundo, cuando vio a los bebés de tres meses durmiendo en pleno estadio, pasadas las once de la noche, bajo la gritería de gargantas y cornetas, a merced del sereno y de sus padres.

El músico: En realidad, no se trata de un músico. Es, más bien, un loco que encontró quien le vendiera una corneta, y la suena sin tino ni clemencia durante nueve entradas, con posibilidades de continuidad en caso de extrainnings. Es simbólico. Es bello. Los tímpanos saltan, reventados, a la par que nuestro músico ejercita sus bíceps halando la corneta como un adolescente que se descubre el miembro. Mientras haya pelota, el otorrino va a tener trabajo asegurado.

La aficionada: Siempre que puede, ocupa una localidad cercana a los dugouts. Desde allí ve salir de la cueva -y entrar- a sus ídolos, con los que cruza unas miradas más o menos cautelosas y más (que menos) zalameras. Poco sabe del juego, como no sea que el número “27” tiene la boca linda o que al “49” se le marca una bola por debajo del cinto. Con el tiempo, perdido todo atisbo de prudencia, tira besos, se luce en los coros, celebra más que nadie con el hit de su ídolo. No será la mayor aficionada a la pelota, pero sí a los que hacen la pelota. Que algún premio merecen por su esfuerzo, más allá de trofeos y medallas.

El policía: Suele tener apariciones breves en la obra, a menos que se dirima una final en el Sandino y el villano de marras tome parte. En temporada regular, que se juega con muchas butacas vacías, su actuación normalmente se limita a bocadillos del tipo “negüe, quita lo pié de la paré”. Así, con rima y todo.

Ahora, sin más, playball!

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