Leyenda urbana

 

Una vez, por razones que no viene al caso exponer, alguien me llamó “leyenda urbana”. Lo hizo a modo de elogio, pero en el fondo no logró alimentarme la autoestima. ¿Y por qué, si sonaba tan linda la expresión, leyenda urbana? Pues porque de inmediato me vino a la cabeza que el equivalente cubano de esa frase es “cuento de camino”, y supongo que a nadie le sienta bien ser un invento, un dato incomprobable, una falacia.

Las leyendas urbanas, tal como yo las veo, suelen partir de acontecimientos reales que al pasar de boca en boca, se distorsionan y aderezan con hechos ficticios hasta hacer una fiesta de versiones. Lo sobrenatural, lo inverosímil, están en el centro mismo de una historia “que nunca ha sucedido y es contada como si fuera cierta”, según la definición del folclorista estadounidense Richard Dorson.

Por ejemplo, hay quienes aseguran que Catalina II de Rusia murió al ser penetrada por un caballo (una leyenda urbana de dolor). O que Candyman se aparece con su garfio oxidado y te raja desde la ingle al esternón si pronuncias cinco veces su nombre ante un espejo (una leyenda urbana de terror). O que Los Beatles se bañaron en una piscina de champagne (una leyenda urbana, como diría Chequera, de gozancia).

Siempre lo mismo: la credibilidad exprimida hasta el límite por las manos de la imaginación. ¿Hay algo más marcado por ese hierro candente que la Coca-Cola? Dicen que descompone carne, desatasca tuberías, limpia manchas de grasa, afloja tornillos y –agárrese la peluca– contiene cocaína, lo cual justifica la tremenda adicción que promueve el famoso refresquito.

Es más: ni siquiera el gran Shakespeare se salva. Desde niño estoy oyendo el cuento de que todas sus obras son de otros, y citan como verdaderos autores a Sir Francis Bacon y –si la memoria no me falla, porque el Internet siempre lo hace– Christopher Marlowe.

Cuba, claro está, tiene lo suyo. A menudo oigo decir que bañarse después de las comidas desemboca en embolias, que pelarse en mitad de un catarro es peligroso, o que un buche de gasolina mata en un segundo los parásitos intestinales. (Esto último seguramente es cierto. Lo interesante es que en el empeño de aniquilar unos bichitos, nos quemaremos el esófago, el estómago y todas las ciudades aledañas).

Atención: no confundir “leyenda urbana” con “mentira”. Más allá de su empaque usualmente estrafalario, la primera contiene poesía popular. Pero la otra no. La otra es un insulto a la inteligencia que permite afirmar que en el Latinoamericano caben 55 mil personas, o casi convertir en amenaza para la seguridad nacional un simple viaje al exterior (digamos, a Alemania).

¿Sabe usted cuál considero nuestra leyenda urbana nacional? Esa que repiten una y otra vez los peloteros, y que a su vez repiten una y otras veces los fanáticos: “A Fulano le ofrecieron un cheque en blanco para que firmara en Grandes Ligas”. ¿¡Un cheque en blanco!? No joroben. ¿Se imagina la cantidad de dígitos que caben en un trozo de papel? Es decir, ¿Fulano pudo haber exigido 99999999999999999999999999999999999999999999999999999999 dólares por firmar en Grandes Ligas? Nada, el tipo habría encabezado por los siglos de los siglos el ranking de la revista Forbes.

De leyendas urbanas inundaron mi infancia en la escuela primaria. Tenemos los mejores cítricos del mundo, repetía la maestra. Y los mejores zapatos, Amadeo. Y la playa más linda, Varadero. Y una bebida inigualable, Havana Club. Y no hay café como el que cosechamos en Oriente. Y la belleza de la mujer cubana es superior a todas las bellezas. Y… y… y…

Por suerte, con el tiempo entendí que las naranjas de Israel no tienen manchas, y que el mundo está repleto de zapatos, hay gente que se baña en Acapulco, existe un dios llamado whisky, Colombia da un café que huele a gloria y que bueno, verdad, las mujeres de acá son increíbles, pero también existen otras marcas de punta como la brasileña, la italiana, la rusa (oh Dios, Irina Shayk, María Sharapova, Zhanna Friske)…

Intencionadamente, dejo para el final –porque creo en la teoría falocéntrica del mundo- las leyendas urbanas relativas a las dimensiones del péndulo viril. Dicen que a manos grandes, penes grandes. Que los negros están superdotados, y que los gordos llevan un creyón labial en la entrepierna. Como los chinos, dicen.

Las mujeres –y muchos que no lo son– sabrán.

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