Mi infancia son recuerdos…

 

Ella había repetido cuarto grado y tenía un montón de pecas. Yo cursaba el tercero, era un niño feliz y aún pensaba que había cigüeñas en el mundo. Ella acercó hasta mí sus pecas y me besó en los labios. Yo sentí que las piernas me temblaban y me nacía calor en la entrepierna. Ella, al rato, le dijo a abuela Rosa que “nos hicimos novios”. Desde las altas cumbres de la felicidad, yo admiré su valor para decirlo. La cigüeña de la inocencia comenzaba a fragmentarse en mi cabeza.

Han pasado algo más de tres décadas, por lo que muy posiblemente aquella niña no recuerde ni el beso, ni a mí, ni la expresión estupefacta de mi abuela ante el hermoso, incauto desparpajo con que ella la puso al corriente del suceso. Pero en mí vive latente y eruptiva y nítida esa imagen, una de tantas en la recuerdoteca que me salva los mejores (y peores) episodios de la infancia, esa “patria verdadera del hombre” según Rilke.

A veces he pensado que soy nostálgico-dependiente. Que prefiero el retrovisor al parabrisas, acaso porque tengo la certeza de que hace falta almacenar mucho pasado para comer en el futuro. Paso días enteros en mi infancia -hospedado de modo gratuito en hierbazales, aulas y terrenos de pelota-, y eso me libra definitivamente de toda posibilidad de envidia. Me la paso evocando, y así me siento rico. Millonario.

Como Silvio, yo me veo claramente si miro detrás. Estoy tratando de montar sobre Negrita -la carnera que hacía montañas de cagarrutas en el patio-; martirizando con mi conversación impenitente a la maestra de primaria; escribiendo aquel cuento irrisorio, El Halcón; jugando cuatroesquinas en San Antonio de los Baños con los hermanos Cáceres, Abel Ortega, la marimacho Brenda, el Yeya…

Estoy junto a mi padre, compitiendo a ver quién sabe de memoria todos los parlamentos de Elpidio Valdés; y con mi madre, en la parada de la 44, bajo la ceiba y entre los mosquitos; escamoteándole la Niágara al abuelo Dagoberto, que corre como un loco y yo acelero y grita y yo me paro –no sé por qué lo hago, pero paro-, y él me propone irnos a los papalotes y allá vamos, conmigo reclamando una cuchilla de afeitar para ponerle al rabo del cometa.

Estoy, tiempo después, viendo cómo me crecen unos pelos en la ingle; aceptando la idea de que todos morimos; recostado a tía Alicia, que nunca tuvo un hijo sino dos, mi hermana y yo; huyendo de la aguja que me quiere pinchar en una nalga; y rompiendo el cochino-alcancía para sacarle 35 pesos y comprar mi primera posesión electrónica, un radio Juvenil. Estoy en Tarará, y en la Quintica, y en el Círculo de Artesanos, vacilando (sería un eufemismo decir viendo) a Rebeca Martínez, que baila y canta y me encandila como un disco de fuego a tres o cuatro pasos de mis ojos. Ha muerto para siempre la cigüeña.

Ya se sabe: todas las personas mayores fueron al principio niños, aunque pocas de ellas lo recuerdan. Con permiso de Saint-Exupery, yo tengo que excluirme de ese grupo. Yo persisto en mi infancia como persiste la cicatriz tras la navaja, y me empeño –lo juro que me empeño- en que el tiempo no pueda matarme a ese niño que se creía tanquista encaramado en una caja plástica con un palo de escoba por cañón.

Desde su estrafalaria ingenuidad, aquel niño construyó los pasajes más brillantes de mi vida. Ruego a Alzheimer que nunca me los quite.

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