Noches de Juventud

“Solo una cosa no hay: es el olvido”. JLB

Cuando llegué a Juventud Rebelde en el verano del 96 –peludo, recién graduado y ambicioso–, fue la única vez en esta vida que sentí tambalearse mi autoestima. Imaginaba que le sabía un mundo a los deportes, pero allí me encontré a Elio Menéndez. Pensaba que era una estrella de la crónica, pero en aquella selva estaba Bello (quiero decir, Manolo, el de los ojos de “permanente asombro”).

De manera que, a despecho de toda mi insolencia, debí pasar el curso de humildad. Llegaba cada día a la redacción deportiva y me sentaba cerca de Menéndez, quien no solo me descubrió a los monstruos olvidados –Eladio Secades, René Molina, Jess Losada–, sino que me enseñó que antes de la Revolución había existido una pelota grande en Cuba, y que la historia del boxeo nacional no se podía limitar a Stevenson, Savón y Adolfo Horta. En solo unas semanas, con él había aprendido más de periodismo que en los cinco larguísimos años de carrera. No exagero.

Del otro lado del cubículo de los periodistas, en la sección de Nacionales, escribía Manolo. Desconozco cómo en su escaso metro con sesenta era capaz de acomodar las toneladas de talento con que vino a la vida, y cómo su incomparable ingenio no encontró el modo de esquivar a la muerte 14 años atrás. Era un gnomo gigante. Un sátiro perfecto. Le bastaba una hora para armar monumentos de sabio cubaneo. Su teclado, lo dije alguna vez, olía a maravilla. Tanto como los pianos de Chucho o los óleos de Carlos Enríquez.

Con Menéndez y Bello habría sido suficiente para que Juventud Rebelde se vendiera. No obstante, había otras firmas que aupaban al periódico, y encima, la dirección movía sus hilos con la delicadeza del respeto. El país se adentraba en los años noventa, se sentían las patadas de la crisis, pero el tabloide blanquiazul conservaba una esencia bohemia que lo hacía diferente de los restantes medios, tan propensos al cuello almidonado.

En Juventud, que no ha podido ser de nuevo lo que fue, se reía todo el tiempo, lo mismo con las ocurrencias de Garrincha que con los despistes del negro Omar Fernández (Dios lo tenga diseñando allá en la gloria). Se bebía en el tiempo muerto de los cierres. Se “corría una máquina” hoy y otra mañana. Se soñaba –sobre todas las cosas, se soñaba-, porque en el periodismo hay que poner los pies sobre la tierra, pero dejar que la cabeza vuele, vuele…

De tanta noche en vela y tanto hambre a la espera de Enoy y sus meriendas, en JR nació una cofradía. Éramos unos pocos, casi todos queriéndonos comer el universo con unos dientes jóvenes y enormes, a la zaga de un líder (oh captain, my captain) que escribía columnas sabatinas, salpicaba sus chistes con ácido sulfúrico y tomaba más alcohol que los cosacos, el cigarro a la diestra y el corazón expuesto en la otra mano.

Más que premios y reconocimientos, esa época y ese grupito –Manolo, Joel del Río, Lourdes Lobeto, Mario Jorge Muñoz, Yailé Balloqui, Alen Lauzán, René Tamayo…–acaparan mis mejores recuerdos en la prensa. Nos hacíamos felices los unos a los unos, y compartíamos como hermanos el cigarro solitario, el bocadito tieso de la madrugada y aun ese líquido sagrado, el ron, que a veces no tocaba a más que un par de tragos cortos por cabeza. Tanta era la inopia, tanto el ambiente familiar que allí reinaba, que en varias ocasiones le pedimos dinero prestado a cierto miembro de la dirección, quien nos lo daba siempre con la misma advertencia socarrona: “Procuren que no haya errores en sus páginas, porque los voy a sancionar”.

Lo curioso es que en medio de las bromas y del humo y del perfume etílico y de una informalidad rayana en la herejía, jamás hubo necesidad de sancionar, y el periódico salía calientico y limpio en las mañanas, listo para pasar de mano en mano. Yo vivía el embeleso del novato, me ganaba lectores y sentía que estaba en el mejor de los mundos posibles. Pero luego –tarde o temprano siempre aparece el “luego”– llegaron lluvias ácidas, debí llevar mi música a otra parte, y a estas horas, muchos años más tarde, rememoro aquel tiempo y me emociono.

“Al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver”, dice Sabina. Por eso voy muy poco a Juventud.

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