Uniformes

 

Alquízar es un pueblo de mucha tierra roja, y como todo pueblo de mucha tierra roja, cuando llueve se vuelve intransitable. Cada carro que pasa, cada charco, se convierten en graves amenazas a la integridad textil. Los uniformes del equipo venezolano en la Serie del Caribe parecen haber pasado por Alquízar durante un aguacero.

Sabrá Dios qué cabeza alucinada engendró esas franelas llenas de salpicaduras, a imagen y semejanza de los Padres de San Diego. Más que en un juego de pelota, los morochos dan la impresión de estar en carnavales. La espantosa condición de su vestuario solo compite con los diseños más desatinados de la historia, ya sean la grotesca camiseta kétchup del Athletic de Bilbao o la casaca “piel de tigre” del Hull City en los años noventa.

Pero dentro de su generalizado y risible camuflaje, los venezolanos saben (pueden) romper la monotonía del conjunto. Unos lucen una barba tupida; otro lleva un pendiente; algunos dejan ver un tatuaje que asoma por el cuello, o unas trenzas a lo Manny Ramírez. Como quiera que el equipo no es una unidad militar, la diversidad es permitida. Y hace falta.

Penosamente, la pelota cubana tiene el pésimo hábito de la uniformidad. Antes, al menos, se aceptaban las patillas inmensas de Víctor Mesa o los pantalones cortos de Orlando “El Duque” Hernández. En cambio, ahora todos son hijos de la misma tijera, como las rutinarias latas de sopa Campbell de Andy Warhol.

Lo decía Bakunin, el viejo anarquista: “La uniformidad es la muerte; la diversidad es la vida”. La primera significa bostezo, muerte de la iniciativa personal, inexistencia de matices. La segunda es pujanza, imaginación, estímulo. La primera es el olmo seco de Machado. La segunda, el torbellino creativo de Dalí.

Nadie tiene por qué parecerse al de al lado. Más que en gotas de agua, las personas debieran enfrascarse en ser huellas dactilares. Buscar el contraste. Apartarse del molde que pretende convertirlas en tuercas, chancletas, calabazas de Halloween… Porque sí, los gemelos representan un capricho genético: no es su culpa que la Madre Natura los haya colocado en el mismo vientre al mismo tiempo. Pero los gemelos que visten con zapatos iguales, pantalones iguales, camisitas iguales, son un capricho humano. Una terrible aberración filial.

Como el inolvidable Buster Keaton, la uniformidad tiene mil caras. Aparece en la ropa, pero también en las conductas, el pensamiento, inclusive en los modos de hacer el amor, decorar interiores o armar un cumpleaños. Es un dogma, y de dogmas está preñado el mundo. A ver, ¿por qué no llevan carne los frijoles negros? Dicen que “porque no”. Así, sin más. En fin, Magister Dixit.

Por desgracia, la sociedad pondera el uniforme (que dicho sea de paso, le sienta muy bien a las oficiales de las FAR, y muy mal a las agentes de CORAZA). De ahí que, por ejemplo, a la hora de seleccionar delegados a un evento juvenil, siempre sean más indicados los muchach@s producid@s en serie, y no aquell@s propensos a la diferenciación. Usualmente, los primeros terminan desempeñando un cargo relevante. Con frecuencia, los segundos acaban siendo ellos. Los primeros son personajes de un libro necesario. Los segundos, de uno imprescindible.

Tanto hay de aburrido en la uniformidad, como en esas personas cuyas vidas se rigen por la agenda, sin permitirse un salto de libreto. La calenturienta Doña Flor no tenía un amante por obra del azar, sino porque su marido farmacéutico era un tipo pudoroso, rígido y metódico. Esa clase de gente, según Campoamor, para las que “la simetría es la belleza/aunque corten a las cosas la cabeza”.

De alguna manera, Teodoro el boticario merecía aquellos cuernos formidables.

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