Apocalipsis

Los nerds del fin del mundo no dejan de tener razón, Hollywood nos ha enseñado que el fin de la humanidad comenzará en Nueva York.

En esta imagen tomada de un video, una luz azul ilumina el cielo nocturno tras una explosión de un transformador eléctrico en el distrito de Queens en Nueva York, el jueves 27 de diciembre de 2018. (AP Foto/Sophie Rosenbaum)

En esta imagen tomada de un video, una luz azul ilumina el cielo nocturno tras una explosión de un transformador eléctrico en el distrito de Queens en Nueva York, el jueves 27 de diciembre de 2018. (AP Foto/Sophie Rosenbaum)

El pasado 28 de diciembre, Día de los Santos Inocentes, se vio un resplandor verde azuloso en el cielo de Queens, y miles de neoyorquinos salieron de sus casas asustados ante la posibilidad de una invasión alienígena. Al final, se trató de un desperfecto en una planta eléctrica, y los teóricos de la conspiración volvieron tristes a sus rincones de Internet, a la espera de una próxima amenaza planetaria.

Los nerds del fin del mundo no dejan de tener razón, Hollywood nos ha enseñado que el fin de la humanidad comenzará en Nueva York, entre otras cosas, porque en lugares como Yemen o en Sudán del Sur, Gaza o Cisjordania, el mundo se acaba cada día sin necesidad de que intervengan extraterrestres o las ojivas nucleares de Vladimir Putin.

Al final esto del Apocalipsis, sin necesidad de Dios y sus trompetas, es solo cuestión de tiempo. Es casi seguro que llegaremos vivos a 2020, pero todo indica que eso que llamamos “civilización”, ese intento de que la humanidad haga más caso a la ley que a la fuerza bruta, pasa de tanto en tanto por épocas oscuras.

Y entonces Nueva York, como Minos, como Tebas, como Esparta, como Atenas, como Teotihuacán, como Roma, se sumirá por unos cuantos siglos en un letargo feudal. La ciudad se irá vaciando y sus refinados habitantes, que hoy toman café descafeinado con leche desnatada y escuchan ópera, regresarán a los campos de los antiguos peregrinos, a pastorear sus vacas, rezarle a Dios, y atender las cosechas.

Esta fotografía muestra un tono azul en el cielo de Nueva York, el jueves 27 de diciembre de 2018. La policía indicó que se debió al estallido de un transformador. (AP Foto/Jay Reeves)
Esta fotografía muestra un tono azul en el cielo de Nueva York, el jueves 27 de diciembre de 2018. La policía indicó que se debió al estallido de un transformador. (AP Foto/Jay Reeves)

Lo del Apocalipsis me tiene sin cuidado. La mayor parte de mi vida adulta transcurrió en una Habana subtitulada “en Período Especial”, la edulcorada denominación que le endilgaron a la crisis económica más profunda por la que ha pasado Cuba en toda su historia.

Del “Período Especial” al Apocalipsis no había más que un paso, que las iglesias evangélicas, pandereta en mano, se encargaron de anunciar. Tras la desintegración de la Unión Soviética, el principal socio comercial de la Isla, llegaron horas y horas sin electricidad, comida escasa en cantidad y calidad, y mucho pedaleo en bicicleta ante la carencia de otro medio de transporte.

Resignados, los cubanos nos medievalizamos. Los habaneros desempolvamos los santos después de décadas de oficial ateísmo, y lo mismo le rezamos al Dios de los cristianos que a Yemayá, Shangó y Oshún, los viejos orishas de nuestros abuelos africanos. Criamos pollos y cerdos en los patiecitos y los baños de nuestros apartamentos. Inventamos. Y en medio del invento algunos construyeron balsas y partieron rumbo al norte. Y mientras tanto, los que nos quedamos, aquellos a quienes nos tocó despedir y no despedirnos, vimos que el sol siguió saliendo un día tras otro entre las ruinas de nuestra propia civilización. Y así, hasta hoy.

Los residentes de Queens fantasearon con la invasión alienígena, y hace veinte años muchos en Cuba pensamos qué sería de nosotros si la crisis se profundizaba y llegaba la temida “Opción Cero” -otro eufemismo- un “Período Especial” en versión 2.0. Del mismo modo que se dice que el comunismo es la fase superior del socialismo, esta “opción cero” sería el summum de la desgracia, el “Período Especial” concentrado, el momento en el que desaparecería todo el combustible, todos los suministros, toda esperanza de sobrevida.

De llevar las cosas al extremo, posiblemente entonces cada barrio quedaría aislado del resto de la ciudad, se producirían saqueos y los Comités de Defensa se convertirían en una especie de milicias de autodefensa cuya primera tarea sería erigir empalizadas como medida de protección. Haríamos ollas colectivas de comida, levantaríamos el asfalto para sembrar verduras y criar gallinas. De vez en cuando, como en la Edad Media, llegaría un correo desde la Plaza de la Revolución, un viejo auto Lada tirado por caballos, con el maletero repleto de pergaminos con las orientaciones para cumplir, y las efemérides que celebrar.

Las edades medias son cíclicas y mientras más civilizada, más citadina, es una colectividad más fácil resulta pasar de la luz a las cavernas, porque simplemente no tienen inmunidad ante la desgracia. De ahí el terror que deben hacer sentido algunos pobres neoyorquinos al ver teñido de verde su cielo de invierno.

Por su parte, de haber pasado por la experiencia, cualquier hijo del tercer mundo desgraciado se encogería de hombros y mecánicamente comenzaría a acaparar velas, papel sanitario y leche en polvo, bienvenida oficial a un nuevo período de vacas flacas.

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