Carlos Varela, tiempo después

La primera vez que me topé con Carlos Varela, face to face, fue en el teatro de su tocayo, el Carlos Marx, hará unas dos décadas, cuando yo estudiaba el bachillerato en la Lenin. Salías todo aseado del siempre periférico barrio de Lawton, como los niños buenos, feos pero limpiecitos, de los que hablaba José Martí; y después de atravesar la ciudad el “camello” de entonces te escupía en las tierras altas de Miramar. El “camello”, para quienes nacieron después o simplemente nunca tuvieron la suerte de “gozar” semejante experiencia, era una especie de monstruo bíblico, Leviatán habanero, con cabeza de camión y cola de ómnibus articulado, en los que nos transportaban durante los años más condenados de la crisis.

La Habana de entonces, anterior a la era del reguetón, la recuerdo dividida entre salseros amantes de Manolín y Paulo FG; y aquellos a quienes nos gustaba la trova. En el medio estaban los Van Van, con un pie en el despelote y el otro en lo más auténtico de la cultura popular cubana. Lo demás era muchas áreas verdes, túneles para defendernos del imperialismo, derrumbes, apagones y sudores. Bienvenido a los años 90.

En ese momento ya Carlos Varela tenía su mítica. En el parteaguas del milenio todo era machaconamente monocromático, y entonces te encuentras a un tipo abogando por una transición generacional del liderazgo político, eso sí, ambientada en la Inglaterra medieval de Guillermo Tell; o criticando la división entre turistas y no turistas a partir de los desencuentros con una lata de refresco de cola. Y el hombre sigue cantando sin que se lo lleven preso, y está la leyenda de que cada vez que organiza un concierto masivo se lo llenan de gente confiable… alumnos de la Lenin, por ejemplo. Y ahí está uno, en plena adolescencia, que lo que quiere es cargarse al mundo, escuchando unas canciones que parecen compuestas pensando en ti.

Aquella vez, recuerdo que la gente se pasó medio concierto berreando para que Carlos Varela cantara “El leñador”; ya saben, la historia de un inadaptado social que no quiere cumplir con lo que está establecido en la comarca de Su Majestad. A mitad de la canción una desafecta gritó junto a mí:

-¿Hasta cuándo, cojones, hasta cuándo?

La pobre mujer, supongo, habrá de seguir esperando. O mejor, quizás se montó en una balsa, enrumbó la corriente del Golfo y terminó en el City Winery, una vinatería del Bajo Manhattan, veinte años más tarde, degustando como yo a Carlos Varela.

Valió la pena gastarme en la entrada el dinero de los culeros de mi hija, una visita al cine o el último libro que habla pestes de Trump. Qué más da. Que todo no puede ser, gracias a Dios, el Justin Bieber. Cuando Nueva York se lo propone, hasta la trova cubana, siempre a golpe de guitarras viejas, parques y camisetas desteñidas, puede transformarse en un producto vintage. Allí estaba, siempre mítico él, demasiado de negro, demasiado abrigado en medio de un Nueva York que anda ahora en tirantes, descocado en plena ola de calor. Cuando cantó fue todo él, y con él La Habana, y con La Habana Cuba, sábana por sábana, ladrillo por ladrillo, balcón por balcón. Ay, la Habana, si bastara una canción… La Habana de todos mis sudores, a la que también le canta Varela, y que se escurre inevitable en esa vinatería hípster de mierda, a la que han ido a parar mis huesos. Añoranzas.

Mi generación ha envejecido con Carlos Varela. Qué rápido pasa el tiempo y la vida, que el otro día estabas dándolo todo en una luneta del Carlos Marx y ahora te encuentras compartiendo mesa con un grupo de cuasi cuarentones, más preocupados por llegar a fin de mes, que por trazar estrategias para no terminar vírgenes el preuniversitario. Estás tomando un vino de nombre impronunciable, cuando hace ya tanto dabas tu reino por un pan con croquetas y un vaso de refresco aguado, que equilibrara la glucosa en sangre para encontrar el valor de montarte de nuevo en el “camello” y regresar entero a Lawton.

Antes me identificaba con las canciones de Varela en primera persona. Era yo, o mis amigos, quienes soñábamos con subvertir la realidad, con llenar el asfalto con grafitis de amor… con tirar de la dichosa ballesta. Era otro el tiempo y otra la circunstancia. Y nadie se baña en el mismo río dos veces. En mi caso, las abluciones pasaron del Almendares al Hudson. Da igual, en el fondo seguimos siendo los mismos. Varela, un artista lúcido, un provocador que invita a soñar. Yo, por mi parte, me sigo viendo como el muchacho de hace ya tanto, pequeño y aterrado, con los brazos bien apretados al costado del cuerpo, esperando con una guayaba sobre la cabeza, que el pelotón abriese fuego.

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