Coney Island

Foto: Pxhere.

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Estoy en una cola para comprar perros calientes y refresco de cola. Una cola bajo un sol que quema. Frente a mí hay dos quebequenses que tratan, en un inglés chapurreado, hacerse entender por la camarera. Esta última es rubia y usa unos espejuelos iguales a los de Harry Potter. Sonríe amable, pero sin exceder en su amabilidad los quince dólares que le deben pagar por hora. Dos metros más allá, hay una pareja de puertorriqueños con un bebé diminuto y tierno, que no tendrá más de un mes de llegado al mundo. El bebé se retuerce de calor y la puertorriqueña lo acuna sin mucho éxito.

Perro caliente y refresco de cola. En otra vida ese era mi almuerzo de cada día en la “perrera” de 23 y G, en el Vedado habanero. Una gastronómica adolescente sacaba el hot dog de una tanqueta de agua hirviendo, lo metía en el pan y lo embadurnaba con mostaza aguada. “El refresco está caliente”. Me decía siempre. Y yo siempre respondía. “Da igual”.

Crecí, a Breznev gracias, en los dichosos años ochenta, en los que había “merienda escolar”, un “trancabuche” con forma de cupcake y una botella de refresco caliente. Después llegó Chernóbil, se acabó el campamento de pioneros de Tarará, y La Habana se bañó en yogurt de soya. Pero me acostumbré para siempre a tomar refresco de cola caliente, incluso en el verano habanero de treinta y tres grados húmedos a la sombra.

Me toca mi turno en la cola. Me dan el perro caliente. Y el refresco congelado. Y unas papas fritas bañadas en colesterol. No me gusta esa comida, pero es lo que toca. Si vas a Coney Island debes pasar por todo eso. También lanzarte en la montaña rusa, mojarte las piernas en un mar baboso, y caminar un poco por el Brooklyn soleado de finales de agosto.

En La Habana también hay un Coney Island que a cada rato se descojona y lo vuelven a levantar. En La Habana, quizás por el salitre, quizás por el bloqueo, las cosas se descojonan de cuando en cuando. Entonces siempre hay dos soluciones: hacer un parqueo con el lugar o reinaugurarlo el siguiente 26 de julio.

Los cubanos, como todos los pueblos nuevos de historia reciente y desmemoriada, somos fanáticos a los parqueos y a las inauguraciones. Una inauguración es el pretexto ideal para comenzar de nuevo; y para que al menos durante una semana los baños públicos huelan a desinfectante y no a pipi estancado. Un parqueo, por su parte, es un parqueo.

En el Coney Island de Nueva York, por cierto, los baños públicos huelen a pipi estancado. Los pordioseros aprovechan este espacio gratuito para acicalarse. Se me acerca un homeless a contarme sus penas. Lo de siempre: que le robaron la billetera, que tiene una hija en New Jersey pero que nunca la ve, que su familia es de Alabama, que hoy hay sol pero que pronto vendrá el frío. Y al final me pide lo que pueda darle. Y yo le doy un dólar. El homeless huele a tabaco y a cerveza, es un pordiosero clásico, de lo que ya no se ven en estos tiempos tristes de jovencitos enganchados a la heroína.

A unos metros de mí hay un travesti tomando el sol. Un travesti de libro de texto, de los que ya deben quedar solo cinco o seis en el mundo para actuar en los filmes de Almodóvar. Toma cerveza marca Corona. Está leyendo en un tablet y solo levanta la vista para mirar a dos muchachos forzudos que pasan hablando en ruso.

Me siento en la playa a sentir el mundo. Pero el mar de Coney Island no huele a nada. El mar de Cuba es pura sal oceánica, el aroma de la posibilidad.

En el Caribe el viajero se pierde o se encuentra, pero en cualquier caso son aguas que, como los caminos, siempre cambian a la gente. Pero Yemayá no reina en Coney Island, su poder va del Atlántico africano al mediterráneo caribeño.

Si acaso, para desgracia de Trump, en esta tierra gringa cada día hay menos seguidores de Calvino y de Lutero, y más de Yacatecuhtli, el dios azteca de los mercaderes y de los viajeros. Un grupo de mexicanas ha montado en plena playa su tianguis, o mercado callejero. Venden frituras, elotes (maíz), y pedazos de mangos bañados en sal y chile piquín.

Pregonan en español y en español la gente les compra. A cada rato pasa un policía y entonces esconden su mercancía bajo unas sombrillas de playa. Simpatizo con ellas y le pido al tal Yacatecuhtli, cuyo nombre me suena a la muy cubana Yumisisleidis, que las proteja de todo mal, y que sigan vendiendo en paz sus elotes y sus frituras. Mientras tanto, mi refresco de cola ya se calentó.

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