Fin de año en Times Square

No había agua y me tocó bañarme con un cubito plástico de color rojo que tengo escondido debajo del lavamanos.

Un hombre festeja la llegada de 2019 bajo una lluvia de confeti durante la celebración del Año Nuevo en Times Square, Nueva York, el 1 de enero de 2019. (AP Foto/Adam Hunger)

Un hombre festeja la llegada de 2019 bajo una lluvia de confeti durante la celebración del Año Nuevo en Times Square, Nueva York, el 1 de enero de 2019. (AP Foto/Adam Hunger)

El 31 de diciembre no tuvimos agua en el edificio. Sólo cumbia desde el bafle de los vecinos colombianos, cumbia y ballenatos para recibir el 2019, el año 61 de la revolución cubana, mi tercer año en Nueva York.

Hicimos buñuelos con yuca y boniato, y una pierna de cerdo de la que de antemano sabríamos alguien diría que “aquí la carne no sabe como la de Cuba”, pero igual se la comería con tremendo interés.

No había agua y me tocó bañarme con un cubito plástico de color rojo que tengo escondido debajo del lavamanos, previendo un apocalipsis postsoviético o norcoreano, o que se contamine la cisterna con heces fecales como pasó, cuatrocientos veranos atrás, en el edificio de una amiga en el Alamar habanero.

Coño, que uno ha remado mucho, no literalmente, pero sí en sentido figurado, para terminar dándose un baño con un cubo en la víspera del año nuevo. Pero que también la cosa tiene su encanto. Siempre se me ha hecho más fácil soñar desde la desgracia.

Por eso cuando me fui de Cuba me sequé de ideas, que solo bastaba asomar la cabeza por la vieja puerta de mi vieja casa en Lawton para escuchar el pregón y las tribulaciones del vendedor de pan, el pan que llamaban “desmayado” por su apariencia desaliñada, manjar hoy de reyes en una Habana que añora harinas. Que podías contar un Quijote desde las faldas de la loma de basura acumulada por tres semanas. Que entre el bloqueo, el doble bloqueo, el triple bloqueo y los tsunamis de bobería que inundaban mi vida, podías algún día escribir la gran novela de la pausa, de la pausa sin prisa, que fue el país del que me despedí.

Después de la experiencia del cubo de agua, que me condujo a una larguísima reminiscencia de becas y escuelas al campo, y a la vida diaria en una casa sin ducha en La Habana profunda, terminé celebrando el nuevo año con el famosísimo “Bajanda” del reguetonero Chocolate, el que acabó convirtiéndose en el tema musical de la Cuba de 2018.

Lo pusieron unos amigos en el televisor y de ahí pasamos a la versión de “El necio”, el antológico tema de Silvio Rodríguez, que hace Chocolate. En el video, Chocolate va manejando por una carretera de la Florida mientras canta que él se muere como vivió, toda una fiesta para los semiólogos del futuro, que de seguro cartografiarán los caminos impredecibles que han seguido los discursos relacionados con Cuba.

Pero entonces descubres que algo malo, muy malo, está pasando en ti, miserable malnacido, porque cuando escuchas aquello, y alguna parte de tu cuerpo dice que no está tan mal, cuando te comienza a surgir, como un alien, lo que podría ser el germen de un alma de repartero; te das cuenta de que estás a un paso de poner en la sala de tu casa el cuadro kitsch de un almendrón y una mulata; que la añoranza está haciendo lo suyo sin que puedas remediarlo.

En Times Square, mientras tanto, dos millones de locos esperaron la llegada de 2019 bajo una lluvia fría, tan fría como el agua de mi cubo plástico. No acabo de verle la gracia a pasarme de pie, y sin poder ir al baño, horas de horas para esperar que una bola de cristal descienda desde lo alto de una torre y así, oficialmente, que la Costa Este certifique el inicio de una nueva vuelta de la Tierra alrededor del Sol.

Pero la gente se divierte muchísimo, ponen tarimas, como en los Jardines de la Tropical, y el público se remenea, a veces con rigidez anglosajona, otras con gozadera latina, incluso desde la introspección característica de los turistas asiáticos, más pendientes del selfie que de seguir el ritmo. Una amiga que ha asistido a estos festejos me confesó su estrategia: usar pañales desechables para adultos. De lo contrario, resulta imposible aguantar todas esas horas, con ese frío, y sin baños públicos.

Me cuesta, y lo dice alguien que se baña con un cubo, verle el encanto a semejante práctica. Pero a las doce de la noche la espera vale la pena, lanzan tres mil libras de confetis y la gente se besa con el amor de los finales felices.

Así se terminó el año en este rinconcito del mundo. Ya tenemos por delante otros trescientos sesenta y cinco días para remachacarnos la existencia, para hablar y vivir boberías, para creer que la existencia es mucho más seria de lo que realmente sucede, para pretender que es posible trascender la maldita circunstancia de bañarnos con un cubo y no con una ducha; y para terminar, doce meses más adelante, reencontrándonos con nuestras esencias, las de siempre, incluso aquí, bajo los fuegos artificiales que alumbran y hacen mágica la última noche del año en Nueva York.

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