Martí. Y yo de iconoclasta

Mi familia es martiana hasta la agonía. Vengo de una abuela que cada día le ponía flores a un retrato del Apóstol que tenía en la sala de su casa.

La estatua de Martí en el Central Park de Nueva York. Foto: Milena Recio.

La estatua de Martí en el Central Park de Nueva York. Foto: Milena Recio.

Cuando estudiaba en el preuniversitario, dos o tres vidas más abajo, me citaron una vez a la oficina de una subdirectora. Ahí me enteré que la había cagado. El día anterior había participado en un fórum, no sé si de ciencia y técnica, si patriótico, o de amiguitos del Poder Popular. En el fórum hablé de Martí. Y cometí el error histórico, mayúsculo, ¡diversionista! de bajar a José Martí de su pedestal. De hacer de él un bróder, un muchachito irresponsable y dubitativo como era yo en aquel entonces; un hombrecillo como yo ahora, que espantado de todo se refugia en su hijo; una persona de buen corazón a quien el mundo se le hacía grande, inconmensurable; y a quien después los mármoles históricos del monolito de la Plaza Cívica (hoy Plaza de la Revolución) le habrían de bailar en el cuerpo.

Pero no. La subdirectora estaba colérica. Aquello no se podía entender. Martí era un revolucionario. Un tipo que sabía cagar de pie. Un pensador preclaro. Y yo un comemierda. ¿Cómo es eso de burlarse del Apóstol de nuestra independencia? Y yo que no me burlé. Juro que no lo hice. Y ahora resulta que Martí no era de carne y hueso, sino un semidios, que a falta de Olimpo habría de vivir en las Tetas de Managua. Lo más triste es que salí de aquella oficina convencido de que había actuado mal, de no haber entendido la consigna, de ser un iconoclasta.

Mi familia es martiana hasta la agonía. Vengo de una abuela que cada día le ponía flores a un retrato del Apóstol que tenía en la sala de su casa, y que se encargó de erigir un rincón martiano en nuestra cuadra. Ese busto de Martí, por cierto, terminó con los años sepultado entre el polvo y la mierda, sin que a ninguna “fuerza viva” del barrio se le ocurriera restaurarlo, a menos que lo orientaran las “instancias superiores”.

Pero al Apóstol lo descubrí realmente de grande. Lo encontré en mi propia desolación cuando caí en cuenta de que Martí, como todo intelectual, es duda y no certeza, es posibilidad (imposible) y no verdad perfecta. Ahí está el milagro, y no en la voz chillona de pioneritos y pioneritas recitando “Los zapaticos de rosa”. Me cuesta superar el tema de los zapaticos…

Veinte años más tarde de aquella conversación desmoralizante con la camarada subdirectora, me topé con el Martí del Parque Central de Nueva York. El hombre, como se sabe, queda atrapado en el bronce en el justo momento en que las balas se lo están quitando del medio. Muere en combate y muere en Cuba, el país de sus sueños, la posibilidad de nación por la que dio sudor y vida. Martí fue primero un poeta y después un político, y quizás sea ese el pecado original de Cuba, un país que tiene en sus esencias más de Quijote caballeresco, que de Alonso Quijano moderno. Podrán decir lo que les de la gana, pero cómo aterrizar el aforismo martiano de una república con todos y para el bien de todos, sigue siendo el misterio de nuestra nación, y el día en que este se revele comenzará de verdad nuestra historia.

De esta estatua, que ya hasta su réplica tiene en La Habana, se ha dicho todo. Aunque los monumentos de mármol son un poco más resistentes que las consignas, igual se desgastan por el uso, la gente se aburre de tanto reverenciarlos, la gente se aburre de tanta ofrenda floral y de tanta exaltación a los pies del héroe. Pero igual, la primera vez que me encontré a ese Martí, mientras caminaba por Nueva York, recordé que esta fue su ciudad durante quince eternos años, muchísimo más tiempo, por cierto, del que pasó en Cuba ya en su vida adulta. Están sus crónicas neoyorquinas, escritas según los usos y las formas del periodismo modernista decimonónico, está el Ismaelillo, que data también esa época, y la actividad política de organización de la Guerra de Independencia. El ser humano, sin embargo, aún me resulta inaprensible, lo cual me resulta en extremo reconfortante.

A escala neoyorquina por supuesto que se trata de una estatua más. El Parque Central está lleno de monumentos, cada uno con su correspondiente grupo de palomas prestas a realizar sobre ellos sus necesidades. Afortunadamente Martí es muchísimo más que la consabida estatua y que todos los discursos, las poesías y los homenajes que se escriben en su honor. Verlo me hizo reflexionar sobre las muchas vueltas que da la vida, las muchas circunstancias por las que pasamos, lo breve que es la existencia humana, y lo jodidas que son las historias oficiales que, al rescatar a la gente del olvido, la encierran en el mármol, a salvo, siempre a salvo, de revisionistas iconoclastas.

Salir de la versión móvil