Mi corazón, con Fito Páez

Al escuchar en el Carnegie Hall uno de sus temas más famosos regresé a una butaca del teatro Carlos Marx.

Foto: rockerosvip.com

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Aquí estoy, en un gallinero del Carnegie Hall, cantando junto con Fito Páez: “Todo lo que diga está de más, las luces siempre encienden en el alma, y cuando me pierdo en la ciudad, tú ya sabés comprender…”. Así también se vive en Nueva York, perdido y encontrado, vuelto a perder. Así se vive siempre.

Allá abajo está Fito, y a mi alrededor una marea de argentinos y uruguayos, el Mercosur neoyorquino, tarareando sus canciones e intentando bailarlas, para desolación de las acomodadoras de este teatro donde se canta ópera y se interpreta música clásica.

Los empleados de aquí no entienden –imposible hacerlo– los misterios de la gozadera latinoamericana. Por más que te pidan que te quedes sentado, que no tomes fotos, que no brinques, que no mujas, que no te insubordines; la gente patea el piso del gallinero, se remenea, estalla en aplausos, chifla, vocifera; y en la platea un tipo se quita su pulóver, que será “campera” en argentina, y por un instante el tipo, la barriga del tipo, y el mundo a su alrededor se trasladan a La Bombonera rioplatense.

El Carnegie Hall es uno de los grandes teatros del viejo Broadway, anterior a la invasión de los musicales de Disney. En sus butacas había ya gente aplaudiendo cuando William Randolph Hearst dirigía la prensa amarilla y azuzaba a McKinley para que interviniera en Cuba. La “buena sociedad” se reunía aquí incluso antes del estreno de Cats y el Fantasma de la ópera, antes de que la ciudad fuera invadida por souvenirs plásticos hechos en China, y antes de que las grandes pantallas del Times Square mostraran a Cher bailando sin su primera cirugía estética.

A unos pasos del Central Park, el Carnegie es un símbolo de la vieja ciudad, pueblerina y a la vez universal, expresión de esa modernidad atlántica a la que cantaba Whitman en sus poemas.

Nueva York podrá ser todo lo defectuosa y desencontrada que se quiera, habrá ratones y gente sin techo, goteras en el metro, y torres Trump brotando en cada esquina como hongos en orine de perro; pero de vez en cuando la ciudad te recuerda que no hay extranjeros en Babel.

Existe siempre un rinconcito para celebrar lo tuyo y descansar tus huesos. Esas esencias que la globalización de los Starbucks y las macdoneras nunca podrán vencer. Tu gente, tus ritmos, lo que te hace mover y soñar, enamorarte, cantar en la ducha, levantarte cada día para dar lo mejor de ti.

Me encanta lo que hacen los argentinos con el idioma español. Del mismo modo que en México y Colombia se conserva la magia barroca del virreinato, esos giros profundos del siglo de oro; en Argentina el español es un collage futurista, un romance de frontera, de esos que solo se escuchan en los confines del mundo, en esa finisterra que es Buenos Aires. Allá abajo, el español se habla y se canta desde las vísceras, quebrando así estrecheces sintácticas o racionales, y nadie como Fito para expresarlo en estas canciones donde suelta el alma.

Me sigue conmoviendo la relación que establece el artista con su público, ese intento de conectar con el auditorio, el proponerse que la gente disfrute de veras, esa energía que despliega para situarte en un terreno de común entendimiento, la música, los sentimientos, el amor, la celebración de la vida, las nostalgias, las felicidades interiores, la libertad individual.

Al escucharlo interpretar uno de sus temas más famosos regresé a una butaca del teatro Carlos Marx, seis festivales de cine latinoamericano atrás en el tiempo. Como aquella vez, Fito pidió silencio a los presentes e interpretó a capella su antológico “yo vengo a ofrecer mi corazón”. Escuchándolo podrías encontrar respuesta a muchas interrogantes que te pone la vida de frente. Quizás, pese a todo, las cosas no estén perdidas si de vez en cuando te topas con un acto de bondad.

Mientras Fito cantaba en el Carnegie Hall, ciento y pico de presidentes del mundo compartían ciudad, lo que es decir restaurantes, camas de hotel, egos, selfies e inodoros. Cada año se intenta arreglar el mundo en la asamblea general de las Naciones Unidas, el famoso senado intergaláctico en el cual se inspiró la Guerra de las Galaxias, y que la película terminó reflejando en estos tiempos de decadencia Jedi. Que la fuerza nos acompañe.

Más allá de los controles de seguridad, las barreras de concreto en las intercepciones y algunos retrasos en el servicio del metro, Nueva York no se detiene por la cita anual de la política planetaria. Todo sigue girando. Hasta el amor, que a pesar de todo se desencadena y fluye; un amor que, como en la canción de Fito, seguimos necesitando para hacer que las cosas nunca se pierdan, un amor que te recuerda que lo demás, todo lo demás, es polvo que se lleva el viento.

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