Sueños

Manhattan. Foto: pxhere.com

Manhattan. Foto: pxhere.com

A las tres y media de la tarde de un día aburrido de verano está un muchacho comiendo un sándwich de mantequilla de maní en el andén del metro D, en la estación más cercana al estadio de los Yankees de New York. No es día de juego, así que el andén se encuentra prácticamente desierto. El muchacho espera un tren que no llega, a cada rato una voz grabada se escucha por los altavoces. La voz repite un mensaje de contenido incomprensible, el cual siempre termina con un sorry for the inconvenience, en español, “disculpe por los inconvenientes”, como si disculpándose la espera resultara menos mala.

Podría ser cualquiera la razón por la cual se retrasa el tren, desde un ataque nuclear norcoreano, hasta que un desesperado se lanzó a las vías dos estaciones más allá, atascando el servicio de toda la línea en el umbral del horario pico. El muchacho no se inmuta, nadie lo hace, Nueva York es una ciudad resiliente, la gente se toma la vida como va viniendo. El muchacho mastica despacio su pan mustio mientras mira las líneas del metro que se extienden a sus pies. Detiene su mirada en una rata que corretea por el andén. Es una rata gorda y corpulenta, como solo se ven en esta ciudad. El muchacho toma un pedazo de su pan y lo lanza a la rata que, con la mayor naturalidad del mundo, lo toma y lo devora calmadamente. El muchacho sonríe. A lo lejos, el creciente estruendo anuncia que el tren al fin se acerca.

Nueva York es un collage de muchos mundos que se superponen sin encontrarse. Arriba, muy en lo alto, están los aviones y las grandes torres de acero y cristal, los rascacielos que le dieron fama a esta megalópolis, en una época en la cual el mundo todavía era nuevo y optimista, y la Estatua de la Libertad, a la entrada de una república, daba la bienvenida a los parias del reino de este mundo. En el nivel del medio, el de la calle, se apresura la vida. Taxis. Vendedores de frutas. Repartidores de pizza. Muchachos jugando baloncesto. Los árboles del Parque Central. Estatuas y caca de paloma. Tulipanes en primavera. Hielo en invierno. Abajo, en el inframundo, están las antiquísimas vías del metro, que conectan la ciudad de norte a sur, y de este a oeste.

En el metro montan todos, la vida allá abajo es un poema de Walt Whitman, los mismos personajes que el viejo bardo describe, quizás un poco envejecidos con el paso del siglo, pero idénticos en sus esencias. Mujeres vestidas para ir a la ópera. Mugrientísimos lunáticos. Vendedores ambulantes. Obreros. Una muchacha aferrada a un libro. Otra escuchando música con una bocina portátil. Una vieja con andador. Un niñito recién nacido en su coche. Un ejecutivo de cuello y corbata. Miles de personas coexisten sin levantar la vista del suelo, del teléfono celular o del libro… Sentados uno frente al otro una pareja de hippies está liando un cigarro, que podría ser tabaco normal o marihuana. Son hippies viejos, que con todo derecho podrían lucir en la solapa una medalla conmemorativa al medio siglo del primer festival de Woodstock. Unos muchachos bailan y al final recogen dinero. El tren se detiene. La policía entra y revisa todo el vagón, alguien reportó una cartera sin dueño y en estos tiempos grises podría tratarse de una bomba. Falsa alarma.

El metro de Nueva York no solo es famoso por su legendaria suciedad, por sus ratas obesas, y por estar en funcionamiento las veinticuatro horas del día; sino porque pasan diferentes trenes por una misma línea, lo que lo convierte en un verdadero laberinto. Hay que tener bien claro en dónde montarse porque el viajero puede terminar en un lugar completamente diferente al que intentaba llegar. De hecho, el metro, como la ciudad en su conjunto, hace que la gente se pierda, o mejor, que termine encontrando aquello que no buscaba.

Es mentira que a Nueva York venga la gente persiguiendo sus sueños. Los sueños terminaron hace ya mucho, junto con aquellos barcos de emigrantes a quienes recibía la Estatua de la Libertad. Ya el mundo es redondo y no queda nada por descubrir. Se trabaja mucho, y cuando se cae en la cama el sueño es tan profundo que no deja espacio para onirismos. Sin embargo, y pese a todas las desgraciadas presentes y futuras, la poesía brota, como las ganas de soñar, de la maravillosa vida de la mujer y del hombre común; ya sea de las manos de una pareja de hippies viejos compartiendo su amor en los túneles oscuros de la ciudad, que en la expresión de un adolescente que sin mucho trámite alimenta a la fauna local mientras espera un tren que no tiene para cuando llegar.

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