Ataque sónico… a la paz

Foto: Claudio Pelaez Sordo.

Foto: Claudio Pelaez Sordo.

Si no fuera porque nos aleja cada vez más de la esperanza de una relación normal con Estados Unidos, esto del ataque sónico sería para ahogarse de la risa. ¿O no?

¿Es posible que en Cuba se produzca tal artefacto capaz de lesionar de forma callada los oídos de funcionarios norteamericanos?

¿Es posible que tal sentimiento malsano se albergue en esta tierra, en esta administración?

¿Seremos nosotros, el pueblo de Cuba, tan inocentes del real peso de la política, de su naturaleza descarnada y sórdida?

¿Podría en la patria de Martí imaginarse un ataque como ese, vil, cobarde y de profundo impacto en los sueños de bienestar del pueblo cubano?

¿Qué sabemos, al fin, de la relación entre el gobierno de Cuba y Estados Unidos?

¿No fue secreto bien guardado el acercamiento, el coqueteo, la primera cita y nos sorprendió a todos, el primer beso de los dos Estados, el 17 de diciembre de 2014?

¿Cuánto secreto puede guardar un Estado que sea lícito, legítimo, justo, bueno para la credibilidad de la política, del poder y de la democracia?

No sé hacer más que preguntas. Soy del mismo pueblo acostumbrado a desconfiar de las buenas noticias. Pensé que el trabajo por cuenta propia iba a ser restringido y así fue. Pensé que después de Obama todo iría hacia atrás y así fue. No es premonición, es la costumbre del pesimismo político en Cuba.

La pareja de agentes enigmáticos del FBI que resolvía los entuertos de los Expedientes X debería llegar a Cuba en breve. Parece asunto de marcianos el ataque sónico que ha derrumbado los cimientos recién hechos de la nueva relación entre Cuba y Estados Unidos.

Todo parece suceder en una dimensión a la que nos es imposible acceder. Somos pueblo, por lo tanto, no nos toca saber sino sospechar, rumorar, exagerar, fantasear.

En la era de Internet, de las cámaras que captan la vida de diminutos insectos y de extraños seres del fondo marino, de aplicaciones de ciencia ficción para teléfonos inteligentes, también reinan la duda y el miedo.

Nosotros, el pueblo, que somos soberano en casi todas las constituciones del mundo, no podemos ordenar que nos digan la verdad.

Por encima, detrás y debajo de nuestra supervivencia diaria, los poderosos de todas las latitudes deciden sobre nuestras vidas y clasifican en archivos con mil llaves nuestro derecho a saber.

Si al menos pudiéramos darles a los gobiernos del planeta el mismo tratamiento, y clasificar nuestra voluntad y buena fe, con la misma frialdad que nos devuelven a nosotros cada cien años algún que otro secreto de Estado ya inservible.

Si pudiéramos decir: no creemos, no tragamos, no nos movemos, no queremos estar más del otro lado del hilo del titiritero, no queremos ser más el muñeco del ventrílocuo, ni carne de cañón, ni carne de elección.

Nada está claro para nosotros. De lo único que estamos seguros es de que los perdedores hemos sido los de siempre, los de abajo, los que necesitamos paz para criar a nuestros hijos y pan para calmar el hambre matutina.

Para los que ocultan y administran secretos de Estado y calculan con nuestra felicidad y hacen ilusionismo con nuestro futuro, nada ha cambiado. Ni sus fiestas, ni sus sueños, ni su sonrisa.

El pueblo, como siempre, no sabe ni sabrá nada. Creemos que a los adoradores del odio en los dos extremos del estrecho de la Florida les debe convenir que extraños sucesos nos separen. Nosotros no les tenemos miedo a las luces de los supermercados ni a las tentaciones de los frigoríficos rellenos. Podemos sopesar y decidir qué es lo mejor en cada momento.

Pero sí le tememos al destino que nos aleja de la esperanza cada vez que ella comienza a verse en el horizonte.

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