Baja la cabeza

Foto: Kaloian.

Foto: Kaloian.

La primera vez que tuve que bajar la cabeza no fue ante un burócrata, un abusador o una injusticia rotunda. En las aulas de mi escuela primaria las maestras y auxiliares pedagógicas nos mandaban a veces a bajar la cabeza. La orden no significaba opresión ni intentaba anular nuestras personalidades y criterios, era solo una manera de ponernos a dormir o a representar el sueño con el ademán de colocar nuestras cabezas entre los brazos y sobre el pupitre.

Era el mejor de los tiempos de la educación cubana. Maestras y maestros con alta calificación y experiencia, medios de enseñanza venidos de Europa del Este, tizas de colores, mapas gigantescos, clases de música desde la radio que terminaban con un silencioso aplauso chino, competencias deportivas, concursos de lectura en voz alta, meriendas escolares con dulces y refrescos, repartición constante de flúor contra las caries infantiles –acción llamada por todos “el buchito”–, almuerzo para los seminternados siempre acompañado del vaso grande de leche fresca.

En esos mismos años 80 aprendimos que no se debía rayar la mesa de trabajo o romper el libro de Matemática porque eran propiedad social.

Sin embargo yo sentía angustia por la vergüenza que debían experimentar los niños y niñas Testigos de Jehová, que no usaban la pañoleta azul por considerarse por ellos atributo patriótico, y viví la pena de las niñas devueltas a casa por estar “cundidas” de piojos.

Las escuelas cubanas –casi todas ellas antiguas casas de ricos confiscados– nos permitían aprender a leer y a escribir donde antes tejía la señora, y recibir las galleticas del receso donde otrora la criada doméstica cocinaba para los dueños.

Ahora y desde hace mucho tiempo, en las escuelas de Cuba los ricos deben compartir la mesa con el pobre, el pobre puede apreciar la calidad de los lápices del rico, pero ambos reciben al comenzar el curso escolar los mismos libros, libretas, y gomas de borrar. A la hora de almuerzo, en lo que a la escuela concierne, el niño rico puede escoger no comer pero no puede escoger una mejor comida.

Toda esta forma de vida es la que hace que los cubanos y cubanas no entiendan el desprecio de clase ni acepten sin más que alguien les hable como amo.

Pero en estas mismas escuelas hemos desaprovechado la oportunidad de educar en el pensamiento crítico y redentor, que yo quisiera llamar socialista.

Algunas prácticas escolásticas están vigentes todavía en las aulas de Cuba. En casi todas ellas, podemos decir después de décadas de observación y entrevistas. La indisciplina más perseguida por las maestras y “seños” es hablar. La imagen de bajar la cabeza como medio de control es terrible. La prohibición de hablar trae malos recuerdos. Los pioneros y pioneras no solo deben estar en silencio sino que alguno de ellos debe vigilar al resto cuando el profesor se ausenta del aula. Apuntar se llama la acción de anotar en una lista, en la pizarra o un trozo de papel, el nombre del infortunado delatado.

Los niños y niñas aprenden a callar, a fingir, a engatusar al que apunta, a aspirar al cargo de apuntador y a medir la fuerza del poder.

En algunas escuelas, cuando yo era un pionero, se formaba una fila de niños rezagados, que debían esperar a que el matutino –también escolástico– terminara con el canto de un himno soviético y otro cubano, para poder unirse a sus compañeros. Algunas aulas ostentaban la ignominia de una tortuga estampada en su mural, como atributo de tardanza.

Hoy, algún pionero jefe tiene la misión terrible de anotar el nombre de los que llegan tarde, repitiéndose de muchas maneras la delegación de responsabilidades de adultos y educadores.

Las aulas siguen siendo igualitarias, multicolores y seguras. Las maestras son infinitamente más jóvenes que antes pero esto no es un pecado si se le acompaña con amor y vocación. De una fealdad inolvidable es asistir a la enseñanza de un maestro joven, amargado, gritón, inculto e impaciente.

Después de casi sesenta años de Revolución la democracia no es común en nuestras aulas. Los educadores y educadoras que la sostienen, o al menos creen en ella, logran resultados tremendos. Sus discípulos son más felices, van a la escuela con más ganas, defienden su escuela con autenticidad, aprenden mejor, por el simple hecho de ser sujetos y no objetos de la enseñanza, por el simple hecho de ser tomados en cuenta, de ser oídas y cumplidas sus propuestas.

La pobreza y el bloqueo de los Estados Unidos no pueden ser la justificación para que los libros de textos de la enseñanza primaria sean reimpresiones de títulos escritos antes de la caída del campo socialista. Los pioneros cubanos estudian hoy por manuales que hablan en presente de la Unión Soviética y resuelven problemas de matemáticas donde se trata de sumar revistas Micha, que  no existen para nosotros desde hace 25 años.

Pero lo anterior también pudiera ser superado con una educación horizontal, no bancaria, donde alumnos y padres participen de la tarea de la escuela, para que aprendan a respetar el trabajo de la enseñanza y para que sean responsables de lo que se imparte, de lo que se logra y de los fracasos esporádicos.

Hasta ahora la educación no es la necesaria para formar ciudadanos y ciudadanas pensantes, que actúen y no solo calculen, que interpelen y no solo repitan. En nuestras escuelas siempre se prefiere que los pioneros reciten de memoria a que preparen una obra de teatro propia.

Después no podemos esperar que a los 18 años todos quieran ser diputados, delegadas, miembros de organizaciones políticas, líderes en fin.

Nada debemos esperar del tipo de un socialismo más democrático, participativo y juvenil para las próximas décadas, si no fundamos hoy una educación que deje hablar, que deje jugar, que deje discutir, que no proponga nunca bajar la cabeza.

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