¿Dónde están los oradores?

Foto: Pxhere.

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Cuba fue tierra de oradores. Cultivaron el arte de la palabra bien dicha, del discurso bien articulado y con sólidos argumentos, cubanos ilustres de los que han quedado recuerdos, algunas de sus piezas oratorias, testimonios de contemporáneos.
José Martí es uno de los oradores más extraordinarios en lengua española de todos los tiempos. Sus discursos se citan en el siglo XXI como si hubieran sido dichos ayer por la tarde.
En Cuba no hay justificación cultural para hablar mal, feo, de vacío en vacío, sin ganas y sin tomar riesgos.
Hoy las tareas orientadas en la enseñanza primaria, secundaria y preuniversitaria se hacen con Wikipedia. Las realizan los padres extenuados después de sus horas de trabajo. Muchos hijos alumnos apenas se aprenden de memoria lo que en su lugar otros han elaborado. Después viene el recital, sobreactuado, cuando nuestros hijos repiten lo que un tercero ha pensado para ellos.
En la escuela no se promueve la oratoria. No existe el círculo de interés de oratoria. Los niños y las niñas pueden ser cantantes, violinistas, pianistas, actores, presentadores de televisión, bailarines de danzas perdidas en las aldeas gitanas de Rumanía, especialistas en la danza del vientre y en la Jota, pero nunca los animaríamos a la oratoria, porque para qué hablar en público, para qué plaza, para qué estrado, para qué púlpito, para qué foro, para qué aula.
La oratoria es tan extraña y exótica entre nosotros como la enseñanza del latín, del griego, de la historia de la filosofía, de la historia de las religiones, todas ellas ausentes de la formación anterior a la universitaria en Cuba.
La oratoria política tiene una importancia tremenda para la vida de la comunidad. Es cierto que estamos en la era de los tuiteros, de los blogs, de Facebook, de YouTube, donde la palabra oral no es imprescindible. Es la época de los mensajes de texto, de las faltas de ortografía para ahorrar dinero porque las compañías no perdonan, de las abreviaturas, de las imágenes, de los video clips. No vale mucho hablar ni escribir bien. Pero tampoco vale mucho escuchar; sería una maravilla que estuviéramos en un mundo como el de Momo, donde el silencio tuviera un sentido de sabiduría.
Ahora los discursos deben ser breves, nadie está dispuesto a escuchar por horas ni al más sabio de los sabios, ni a leer más de mil palabras, aunque las haya escrito la más premiada de las narradoras.
La oratoria fue principal arma de lucha política en la antigüedad griega y romana, culturas clásicas de las que heredamos los conceptos políticos principales, los métodos científicos más usuales, la lógica, la mayéutica, la dialéctica, los más conocidos teoremas matemáticos, también la democracia, la república, los comicios, los candidatos, la ley, la justicia, la equidad, los contratos.
El gran Demóstenes pasó a la historia por sus discursos en Atenas. Fueron grandes oradores Alcibíades y Pericles. En Roma los magistrados tuvieron que usar la palabra como prueba y constitución de las relaciones jurídicas, hasta que la escritura sustituyó poco a poco la importancia primordial del verbo oral.
Cicerón fue un orador contundente. La oratoria jurídica o forense, dígase del foro, era parte de la vida cotidiana de las antiguas ciudades estado del Mediterráneo.
La formación del areté aristocrático griego incluía la oratoria. Tanto como la valentía en la guerra, valía el manejo certero e inteligente del arte de ella. Junto a la belleza física y el buen desempeño deportivo, el areté consideraba el uso correcto de la palabra dicha en público como atributo de educación cívica del ciudadano de alcurnia, parte importante de la paideia.
Antes de que existiera el telepronter quien se dedicara a la política debía saber hablar en público; ahora debe saber leer como un locutor bien entrenado.
En las escuelas cubanas, sobre todo en las dirigidas por órdenes religiosas dedicadas a la pedagogía, como los dominicos y los escolapios, la educación de la palabra dicha era primordial.
He visto anuarios de escuelas de este tipo en Cuba, de los años 50 del siglo XX, donde aparece la celebración de las dotes oratorias de una joven o muchacho que las hubieran demostrado en concursos, actos o ceremonias importantes para el plantel.
Escuché más de una vez a personas nacidas en los años finales de la década del 30 del siglo pasado narrar sus experiencias en colegios de curas o de monjas en los que se preparaban matutinos donde un orador representaba las ideas de Céspedes en Guáimaro y otro u otra las de Agramonte en la misma asamblea histórica.
La oratoria todavía era una herramienta utilísima en la época de Churchill. JFK dejó algunos discursos recordables. Martin Luther King Jr. fue un maestro de la palabra emotiva, oratoria mitad religiosa mitad política. «I have a dream».
En Cuba los autonomistas del siglo XIX y sus herederos políticos del XX tuvieron representantes entre los mejores oradores de su momento.
En la constituyente del 40 trascendieron oradores de todos los extremos ideológicos, tanto comunistas como conservadores, unos con estilos floridos, otros simples y contundentes, unos basados en la razón, otros en los sentimientos, pero todos fueron seguidos por la radio por miles de ciudadanos entusiasmados.
En los 50 tuvimos a Chibás, con su voz chillona pero abrazadora, que atrajo a mucha gente y que después las dejó en estado de orfandad política cuando terminó con su vida.
En los últimos 50 años solo hemos reconocido a dos oradores en Cuba: Fidel y Eusebio Leal. El primero célebre por sus discursos gigantescos, frente a millones de personas o bajo la lluvia, leídos o dichos, calmados o inflamados, con el valor añadido de ser casi la única fuente de información sobre los acontecimientos trascendentales de la nación.
Eusebio por su parte, salido de un libro de caballeros andantes, ha hablado por décadas con palabras que casi nadie usa. Nos ha enseñado La Habana con paciencia y finura. Nos ha contado la historia de Cuba como quien habla de algo sagrado. Su oratoria siempre ha tenido un poco de eclesiástica y lo mundano en ella viene acompañado de belleza elevada de la que el pueblo agradece.
Pero más nada. Hablar mucho no está bien visto. Si se habla mucho puede ser que digas algo de lo que te puedes arrepentir, o tal vez te dé por ser honrado, sincero, valiente, y así al decir la verdad pierdas todas tus prerrogativas. Por eso es mejor hablar lo mínimo posible, lo que todos repiten si es posible, lo que está más que dicho sería lo perfecto, lugares comunes, mejor todavía. Al fin y al cabo, no se gana nada por ser más culto o más apasionado o más veraz. Más bien se corren riesgos.
En estos trances recuerdo mucho a Joaquín Sabina. Él casi pedía que ser valiente no costara tan caro y que ser cobarde no valiera la pena. Pero sigue valiendo mucho, es un tesoro que no para de crecer en la política de hoy, en todas partes del mundo: el ser un cobarde consabido, un apocado con todas las letras.
Por lo tanto, pido peras al olmo, o para celebrar mejor nuestra vida, pido marañones al cocotero.
La oratoria es tan de otro tiempo como arriesgar la vida por una causa perdida, o como llorar por la injusticia, o como pensar que sin igualdad la vida es una vileza sin fin.

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